martes, 20 de enero de 2009

Un cuento con historia - Homenaje a Perez Celis


Después de unos cuantos años, volví a mi querido barrio y pasé por el cole y por la casa de mi infancia.
En ese instante mi cabeza dio miles de vueltas y me transportó en un viaje al pasado.
Ahí estaban los pasajes, la plaza, doña Nilda, doña Eugenia y otras tantas doñas que prefiero no nombrar. En ese segundo todas se me hicieron presentes.
También la avenida General Paz, Humaitá, Tonelero, El Hornero, Tuyutí, el lechero, el cartero y hasta lo gritos del vecino Don Juan, cuando a la hora de la siesta todos los pibes del la barra le sacábamos de su planta unos inmensos y riquísimos duraznos.
Los recuerdos se repetían en cada imagen. La barra, aquel pino que sigue allí, sí: está un poco más grande, los viejos y gastados escalones de la placita.
Repasé mentalmente su viejo banco, aquel que nos aguantaba a todos los de la barra.

Aun permanecía ahí como esperando que le hiciera una caricia. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Debo reconocer que mi rostro se transformó cuando pensé en todo el camino recorrido desde entonces, y en los que ya no están.
Me di cuenta de que en verdad nunca me fui del barrio porque nunca lo olvidé.
Apenas había recorrido un par de cuadras cuando de repente una bocina me trajo de regreso al presente.

“Pucha” -pensé- “que rápido pasaron los recuerdos... pero qué profundo quedaron sus surcos”.
Estas líneas son para usted. O para vos.
Por si algún día te encontrás hojeando este libro y ya no vivís por acá: venite, pegáte una vuelta, recordá. Creo que serás por un momento feliz...


Volver a los sitios de nuestros orígenes luego de muchos años de ausencia nos trae recuerdos, eso originó estas lineas que dediqué a mi amigo Perez Celis en el año 1994.

lunes, 19 de enero de 2009

Mi Barrio






Mi Barrio

“Conocer el pasado, saber de donde venimos, conservar nuestras costumbres y tradiciones es un acto de inteligencia y amor”.


Cada barrio es un mundo en miniatura. Con sus alegrías, dolores, expectativas y particularidades, en donde no faltará el chisme, la gauchada, pero sobre todo en donde existirá, el acto solidario.


Creo que, casi por esa regla, cuanto más modesto es el barrio, más fuerte es el sentimiento de afecto y de apoyo que los vecinos se dispensan entre sí.


Liniers es uno de los simbólicos 100 barrios porteños al que le cantó Alberto Castillo, y a él va este libro a modo de humilde homenaje.


En realidad, me he dedicado a elaborar una recopilación de hechos y personajes.

Gracias al gesto generoso de los vecinos memoriosos, a una intensiva búsqueda de documentos y a las diversas publicaciones consultadas, he logrado reunirme con este material que ahora se publica.


En las líneas que siguen a esta página, muchos encontrarán semejanzas, personajes comunes, historias repetidas o parecidas. Es así. Hay algo que le es común a todos los barrios: “su gente”.


Las ilusiones juveniles, el esfuerzo del ser humano por mejorar, el devenir de las épocas y las nuevas historias hacen que, con la distancia que regala el paso del tiempo, los recuerdos se plasmen con nuevas formas.


Estas páginas son un recuerdo a aquel pasado que ya no volverá. Pero que se agiganta en nuestra memoria y en la de todos aquellos que fueron o serán partícipes de la vida del barrio.


Al carnicero, al canillita, al colegio, a la barra de la esquina, al compañero del colegio, al botellero, al lechero, al club, a la sociedad de fomento, a los vecinos anónimos y famosos, al cine del barrio, a la novia que no pudo ser, a los carnavales, al disfraz, al primer baile, al barrilete, a la plaza, a las tardes de verano, al potrero, a la cuadra importante del barrio donde solíamos dar la vuelta del perro, a la heladería, al cura de la parroquia, al primer maestro, a la parada del colectivo, a la estación del ferrocarril, a los días de lluvia, a las tardes de verano y sus siestas, al primer beso, al cartero, a la calesita, a las bolitas, a las figuritas, al balero, al yo-yo, al juego de las muñecas, al doctor, al dentista, a la fogata de San Pedro y San Pablo, al juego de las escondidas, al turco, al gallego, al tano, al ruso, a la primera pelota, a la noche de reyes, a la fragancia de la vecina linda, al frío del invierno, a la caída de las hojas en el otoño, al aroma de las flores en primavera, al gordo Muñoz, a los Pérez García, a Tarzán, a Ariel Delgado por radio Colonia, a la tevé, al olor de las tostadas de la tarde, al piola solterón de la cuadra, a la vecina protestona, a la murga en la plaza, al patín, a la primera comunión, al catecismo, al choque de la esquina, a las bombitas de mal olor, a los petardos de las fiestas de Navidad y Año Nuevo, al colchonero a domicilio, al afilador, a la paleta caza moscas, al pomo en carnaval, a la libreta del almacenero, al subiría, a la primera bici, al monopatín, a la primera moto, al fantasma de la opera, a Nicola Paone, a Joselito, a la familia Falcón, al Winco, a la radio Spica.......


Muchos de estos recuerdos, nos acompañarán toda la vida. Porque en el barrio crecimos y entre sus árboles tomaron envión nuestros sueños.


Quizás al leer estas líneas hasta se nos escape una lágrima, un suspiro por lo que pudo ser, o por lo que ya no será nunca más.


Ésta es pues, parte de la historia de nuestra patria chica.


Prologo de Libro "Liniers contame tú historia", y cuadro que edite en el año 2001

Hoy encontré la felicidad


¡Hoy, encontré la felicidad!

Las personas son irrazonables, inconsecuentes y egoístas,
ámalas de todos modos.
Si haces el bien, te acusarán de tener oscuros y motivos egoístas,
haz el bien de todos modos.
Si tienes éxitos y te ganas amigos falsos y enemigos verdaderos,
lucha de todos modos.
El bien que hagas hoy será olvidado mañana,
haz el bien de todos modos.
La sinceridad y la franqueza te hacen vulnerable,
se sincero y franco de todos modos.
Lo que has tardado años en construir puede ser destruido en una noche,
construye de todos modos.
Alguien que necesita ayuda de verdad puede atacarte si le ayudas,
ayúdale de todos modos.
Da al mundo lo mejor que tienes y te golpeara a pesar de ello,
da al mundo lo mejor que tienes de todos modos.
MADRE TERESA DE CALCUTA


Cuando falleció mi esposa Rosa, hace algo más de cinco años, mis hijos decidieron que ya no debería vivir solo.
Me enorgullecía su preocupación, pese a que la idea no me gustaba, aún así accedí a sus deseos.
Mi hija Juana vivía a pocas cuadras de mi casa, así que como no me alejaba del barrio y mis vecinos, acepté mudarme.
De ahora en más ellos me vigilarían. Pareciera que un lazo invisible transforma en obligación de las hijas el cuidado de sus padres.
Una amplia habitación con un baño en suite se convirtió en mi nueva morada. La casa era amplia y muy confortable.
El cambio que se produjo en mi vida fue importante. Pasé de la soledad, al bullicio de una casa en movimiento y rodeado de afectos. Por esas razones el aquerenciamento no me resultó para nada traumático.
Compartía con mucho cuidado los tiempos familiares, tratando de no interferir ni de estar presente cuando no correspondía.
El pago de tantas alegrías las compensé de la siguiente manera: Los lunes, era el responsable de llevar a los chicos al colegio, los martes, tenía que ir a buscarlos a natación, el miércoles, los acompañaba a las clases de inglés, los jueves, me tocaba retirarlos de las clases de tenis y los viernes a la noche los cuidaba si los padres salían.
Eso sí, los sábados y domingos tenía franco, y los dedicaba a ir al club, reunirme con amigos y jugarme algún truco.
Así iba pasando mi tiempo, cuando corrían los primeros meses del siglo veintiuno y estaba próximo a cumplir mis flamantes 80 años.
Llegó el día del cumpleaños, Juana junto a su marido Pepe, y sus dos hijos, mis nietos, Pedro y Manuel, se pusieron en el rol de anfitriones y organizaron la fiesta. No me dejaron participar en nada, al fin de cuentas yo era el homenajeado.
Esa tarde no tenía nada que hacer. Me acosté a dormir la siesta, pues por la noche estaban planeados los festejos, con una cena e invitados especiales.
Descansé hasta pasadas las seis de la tarde, luego de afeitarme, bañarme y pasar por el ritual de elegir la ropa que luciría, me dispuse a esperar a los asistentes.
Pasadas las ocho de la noche llegaron, mi otro hijo José, su esposa Carina, y mi otra nieta, Natalia. Completaban la lista de invitados al evento el único amigo de la infancia que me queda con vida, José, y Felipe, compañero de andanzas de estos días, buen jugador de bochas, truco y tute.
Luego se sumaron la suegra de Juana, Matilde y los padres de Carina, Alfonso y Clementina.
Pepe, siempre fue un gran asador y esa noche lo demostró. En la parrilla junto a la carne, se destacaba su especialidad, unos ajíes rojos rellenos con huevo, queso provolone y pimienta recién molida.
Todo estaba en marcha. El inconfundible dorado que iba tomando la carne, junto al típico olor del fuego hecho con leña, nos abría el apetito.
El menú se completaba además de varias ensaladas, de una torre de panqueques rellenos bañados con mayonesa casera, que Juana había preparado con la misma técnica y receta que utilizaba su madre.
José y Carina se habían ocupado de la torta y los regalos.
El comedor avisaba que estaría de fiesta. La mesa con los doce platos, sus correspondientes cubiertos, las servilletas de seda blanca y las copas de cristal acompañaban al florero con rosas rojas y a los candelabros con velas amarillas que encenderían al momento de sentarnos a cenar.
Tomamos ubicación. Como a todo homenajeado me sentaron en la cabecera y mis dos hijos se ubicaron a cada lado.
Así fue pasando la noche, saboreando el asado y las ensaladas, entre chistes y recuerdos.
Había llegado la hora. Tras cantar el tradicional “Cumpleaños Feliz”, después del beso y los deseos de todos, me dispuse a soplar la única vela de la torta. En ese momento caí en una dura realidad.
Cuántos años cumplidos y qué pocos me quedaban por vivir.
Por primera vez esa idea avasalló mis pensamientos. Es que siempre gocé de buena salud, tengo todos mis dientes y leo sin anteojos, aunque algunos cabellos han desaparecido.
De todas maneras, he mirado varias veces el espejo, pensando que cuando me llegue la hora, entregaré el cuerpo bastante deteriorado, pues se habrán apoderado de él los males que el paso de los años te regala.
La reunión fue transcurriendo tal como la habían organizado, hasta que se hicieron casi las dos de la mañana. José, mi amigo de la infancia, y Felipe, compañero de truco, decidieron retirarse.
Aprovechando tal circunstancia y con la excusa del cansancio me retiré a mi habitación. En realidad quería estar solo y meditar sobre esa idea que me había atrapado, al momento de apagar la vela.
Como cualquier viejo, estaba rodeado de recuerdos. Un retrato tomado junto a mi difunta esposa Rosa y a mis hijos Juana y José cuando eran chicos, de vacaciones en Mar del Plata, otro con mis nietos, una lámpara comprada en un viaje por Venecia, un banderín de mi equipo de fútbol, unas copas ganadas en campeonatos de truco, y mis infaltables, queridos y necesarios libros.
Los contemplé recostado desde la cama, sentí la necesidad de festejar también con ellos mi cumpleaños y de agradecerles el regalo de los momentos compartidos.
Tal vez por la presencia de esos objetos, o no sé por qué extraña razón, comenzaron a surgir inesperadamente, al igual que borbotones del arca interior de mis recuerdos, vivencias de hechos y acontecimientos pasados.
Con claridad advertí, qué diferentes son las cosas con el paso de los años y qué desiguales resoluciones hubiera adoptado hoy, ante las mismas circunstancias.
Me reproché entonces, sobre el tiempo que me había pasado trabajando, solucionando problemas de los demás, y del poco tiempo que me había dedicado para compartir la vida con mis hijos.
No sé en realidad como ocurrió ni qué pasó, pero entré en un letargo. Allí parecían salir personajes de mis libros.
La realidad se confundía con la imaginación; no apreciaba con claridad si estaba soñando, o no
Seguí con esa visión, repasando historias de otras épocas, no podía precisar si las había vivido, pues los protagonistas no me pertenecían, ninguno de ellos me era conocido.
En un momento, entre esos sueños, me pareció ver el reloj. Las agujas se movían velozmente; tenía la sensación de haber transitado mucho tiempo por un largo camino.
Un remolino del que no deseaba salir me llevaba al interior de la conciencia, estaba cómodo, con una sensación de bienestar, paz y felicidad que nunca había experimentado.
Las imágenes que se presentaban eran de personas jóvenes, de una edad indefinida.
Hablaban de economía, de cuánto compraban y gastaban, pero en sus caras se advertía lo poco que lo disfrutaban.
Observé cómo competían por tener más bienes y nuevas posesiones. Rivalizaban sin razón e incorporaban el odio a la competencia.
Toda la charla pasaba por el trabajo, pero nada hablaban de sentimientos.
Estaban aprendiendo a armar una vida, pero no estaban aprendiendo a vivirla. No advertían que la envidia puede ser el peor enemigo del éxito.
A esta altura de los acontecimientos me sentía cada vez más confundido. No entendía lo que me estaba pasando ni por qué estaba yo ahí, husmeando la vida y las conversaciones de desconocidos.
De repente, las caras y las situaciones se fueron transformando y empezaron a tener sentido.
Ellos eran amigos, gente conocida, con la que había compartido diferentes momentos de mi vida, pero ahora estaban todos juntos y para sorprenderme aún más, yo era uno de ellos
Podía escuchar sus conversaciones pero con un agregado: conseguía leerles las mentes y saber cuáles eran sus verdaderos y más íntimos pensamientos.
Con asombro percibí las discrepancias entre sus palabras y los fines perseguidos
Con unos había vivido momentos agradables y familiares, con otros había compartido experiencias de vida y laborales, pero ahora se me presentaban como en realidad habían sido y como nunca había imaginado. Muy pocos eran coherentes entre el discurso y los pensamientos.
Recordé aquello de que en la vida uno logra tener muy pocos y fieles amigos, y sentí la confusión de no haber podido distinguir en el pasado, amigos, de conocidos.
Recién entonces comprendí que había gastado lágrimas y risas, que no siempre habían sido correspondidas.
Como dice el proverbio, había lanzado palabras como flechas impensadas e injustificadas, que no pude volver atrás.
Había caminado por tiempos y compañías estériles, que no sumaban en mis sentimientos, y, en cambio, había transitado espacios y personas, sin darme cuenta cuán valiosas eran.
Cuando disponía de poco dinero, envidiaba a los que más tenían, y cuando disfruté de una mejor situación económica pensé, que con el dinero podía comprar todo, hasta el amor.
La vida se me presentó transparente como nunca, llena de intrigas, fracasos, éxitos, enojos y pasiones.
Supe que cada uno de estos estadios merece ser experimentado, pues resultará una experiencia única e invalorable.
Cada uno tendrá así la existencia que mejor quiera, y será su resultado y su consecuencia.
De pronto empecé a ver las cosas con claridad, a comprender qué es la felicidad y cómo se puede lograr.
Cuándo más me daba cuenta de cómo ser feliz, de la necesidad de ser ricos en sentimientos, de cómo tejer el hilo del corazón en lugar del hilo del bolsillo, comencé a transitar por un largo túnel.
Recién allí me di cuenta de que la decisión depende de uno. La felicidad, entendí, es como la vida: la comprendes cuando ya es un poco tarde,… ¿saben porqué?: “Porque esa noche fue la última de mi paso por la tierra...”

A veces solo es cuestión de creer


7 de noviembre, miércoles, 18:05 horas, lugar Liniers.
Caminando como podía, me dirigía al Santuario San Cayetano entre la multitud que se llega mensualmente a pedir o agradecer favores al santo.
Por las veredas de la Avenida Rivadavia, trataba de esquivar las colas de personas en las paradas de colectivos y los puestos de venta ambulantes que pululan por doquier, más en esos días.
Infinidad de promotores ofreciendo y publicitando todo tipo de servicios, se interponían en el camino. Compro tu celular, Juanita te tira las cartas, tarot y videncias a tú alcance, compro tu auto pago al contado, inscríbete en la escuela de cocinero - títulos oficiales -, adelgace con auriculoterapia, pruebe el láser para dejar de fumar etc.
Algunos de estos papeles se desplomaban en mis manos como si fueran semillas pero otros terminaban sembrando la publicidad en el suelo.
Pensé en la falta de criterio de la gente y la despreocupación de las autoridades municipales que no colocan cestos de basura.
Al llegar a la esquina de José León Suárez, que al cruzar Rivadavia cambia su nombre por el de Cuzco, el semáforo detuvo mis pensamientos.
Por la avenida desfilaban colectivos cargados de gente, personas que día a día concurren a sus lugares de trabajo, los que con su labor cotidiana hacen grande al país, en una palabra: laburantes.
Miré con curiosidad sus vestimentas. La mayoría de lo hombres cargaba un enorme bolso sobre la espalda, regalo de alguna publicidad. Ellos vestían tradicionales vaqueros azules, en contraste con los más variados colores rojos, amarillos y azules eléctricos de las camisas arremangadas.
Las mujeres iban de pantalones, sin falda, con blusas de color claro, cabellos recogidos y luciendo unas inmensas carteras.
Me pregunté el por qué serían tan grandes sus bolsos. Supuse que acarreaban los sueños incumplidos, o tal vez iban repletos de ilusiones y esperanzas.
Un cartel en una agencia de juego me arrancó de las cavilaciones y me hizo volver a la realidad. El pozo del juego ascendía, a más de dieciocho millones de pesos, - que por entonces y gracias a la ley de convertibilidad eran dieciocho millones de dólares - ¡eso es plata pensé!.
En ese instante vi salir del local a un hombre delgado, de unos 60 años y con una vestimenta que no se correspondía con la media de los obreros. En sus pantalones de tela tipo grafa resaltaban los parches de un género más claro. Llevaba una camisa a cuadritos roja y negra, muy gastada. No daba la sensación de alguien que podía gastar dinero en juego.
Pero claro, la magnitud del premio era suficiente como para arriesgar una tarjetita de cuatro pesos. Con la luz blanca, el semáforo peatonal, dio la prioridad del paso. Crucé Rivadavia y encaré otro intento: cruzar las vías del ferrocarril.
Las barreras estaban clausuradas y bajas, sólo permitían el paso a una o dos personas por vez a través de ese pasadizo de caños mugrientos, despintados, amarillos y descoloridos, de los ferrocarriles privatizados. Los más audaces se animaban a pasar por debajo de las barreras. El acto parecía toda una odisea.
Siempre pensé que era una pena. Liniers, un barrio desarrollado a principios del siglo por el ferrocarril, hoy continúa siendo un territorio dividido por las vías y por los dos escasos y precarios pasos a nivel.
Cuando me aprestaba a transitar la última cuadra que me depositaría en el santuario, saqué pecho. Comencé a sortear las personas tendidas sobre los adoquines de la calle pidiendo limosna, a las sentadas en los cordones de la vereda tratando de vender la tradicional espiga con la imagen del santo, los puestos de choripanes y todo lo que sea capaz de imaginar la sabiduría popular.
Completaba la fauna, el olor y el humo de los puestos callejeros, que sumados a las bocinas, ruidos de los colectivos y el sonar de las máquinas del ferrocarril, especialmente las formaciones de los rápidos, delineaban una escena kafkaiana y surrealista.
De repente vi cómo un oportunista, justo cuando el hombre que había salido de la agencia de lotería estaba por ingresar a la iglesia, le robo.
El individuo de la camisa a cuadros y los pantalones remendados y gastados intentó correrlo, pero el ladrón desapareció como una estela. Me acerqué para darle una palabra de consuelo. Le pregunte su nombre. Juan, me dijo, y contó que le habían robado unas monedas y la boleta del “Quini” que acababa de jugar. Pude ver la expresión de angustia apoderándose de pies a cabeza de un hombre corpulento. Su cara con rastros de viruela y sus grandes bigotes tipo mexicano, no lograban ocultar su indignación y broca.
En un intento por acercarle una simple y estúpida solución le dije “mire, juegue otra”. Me contestó que ya no tenía más dinero y además no recordaba los números.
Luego de intercambiar vaguedades y unas palabras de consuelo, le ofrecí unos pesos para que pudiera llegar hasta su casa. Nos despedimos, advirtiendo lo que un simple saludo puede decir. Sus manos pese a estar traspiradas, un poco por el calor y por los momentos vividos, se notaban ásperas y callosas. Luego seguí mi camino rumbo al Santuario.
Allí las cosas estaban como cada día 7 de cualquier mes. Algunos peregrinos se llegaban a participar de la misa. Otros esperaban en la cola más larga, la que permite llegar al pie del Santo, mientras los restantes feligreses rezaban detrás de unas improvisadas rejas, a dos o tres metros de la imagen central.
Siempre me pareció reconfortante sentir la fe de la gente y el espíritu de solidaridad. Esa socialización que sale del alma imposible de explicar con palabras que se refleja en los paquetes de alimentos que ofrendan al santo, entregando lo poco que poseen, para los que menos tienen.
Ya había cumplido con mi rito mensual. Estaba en paz, luego de agradecer por tener trabajo, pedir por la salud de mi gente, rezar un padre nuestro y depositar la ofrenda en la gran alcancía que se encuentra en la entrada principal. Anochecía y, aunque era primavera empezó a refrescar. Apuré el paso y al repasar el episodio que había presenciado, se me ocurrió que quizás fuera una señal para que yo jugara al “Quini 6”.
De regreso, crucé Rivadavia y entré en la casa de juego. Una morocha corpulenta con grandes ojos negros azabache me miró detrás de unas rejas y junto a la máquina y como despachando a los que allí se acercaban, me espetó:
- Señor, ¿a qué juega?
- Buenas tardes, le dije
No me contestó.
- Al Quini, le respondí.
- ¿De cuánto?
- Cuatro pesos.
- ¿A que números?
05, 08, 11, 14, 17 y 20 le señalé.
Sin más que decir me dio el vuelto y me fui, refunfuñando para mis adentros qué persona más descortés. Por lo menos me hubiera deseado suerte, ya que no me había devuelto el saludo.
Llegué a casa, cené y me puse a releer “El proceso”, de Kafka, que cada día me parecía más atractivo. En un momento recordé que había jugado una boleta, así que encendí la televisión. Eran las diez de la noche y me dispuse a controlar mi jugada. Fueron saliendo los números del sorteo. Verifique mi tarjeta: apenas había acertado tres números de dieciocho, entre los tres juegos que se sorteaban. Me dije qué caza giles, esto es imposible de ganar. En eso pensaba cuando de repente escuché: que una sola tarjeta había ganado una cifra millonaria, algo así como, once millones de pesos, de los dieciocho que se jugaban.
A la flauta, siempre hay alguno que tiene suerte. Apagué el televisor y seguí con mi lectura.
A los tres o cuatro días del sorteo me llamó la atención un pequeño aviso en un diario de tirada nacional. Pedía a aquellas personas que habían visto el arrebato acaecido el día siete en la barrera de Liniers, que se comunicaran con un teléfono móvil.
Con un poco de miedo disqué los números desde mi celular. Me atendió una voz masculina y le comenté lo que había visto. Me aclaró que yo no era la persona que buscaba. En realidad quería encontrar al damnificado por el robo y le habían recomendado publicar ese aviso.
Su explicación me llamó aún más la atención, así que me dispuse a seguir hablándole. Por la voz no me parecía de mucha edad. Apelando a mi experiencia, traté de continuar la conversación para averiguar más. La curiosidad me invadía. El tipo no cortaba, mencionaba vaguedades, pero no revelaba el por qué de la búsqueda.
Llegó un momento en que la conversación no dio para más, como excusa ofrecí a ayudarlo y quedamos que si él la necesitaba, me llamaría.
Debe de haber pasado como una semana cuando sonó mi celular. El número que aparecía en la pantalla no me resultaba conocido. Supuse que sería alguien para tratar de venderme algo, pues el número de mi móvil lo tienen muy pocas personas. No iba a atender, pero una reacción inesperada me llevó a hacerlo. Grande fue mi sorpresa cuando se presentó un hombre que dijo llamarse Luis. Era el del aviso, con el que había hablado días atrás. Seguía buscando a la persona damnificada.
Ante su insistencia por encontrarnos, accedí al pedido. Eso si, tomé los recaudos del caso, e hicimos la cita en un bar de la zona. Nos encontraríamos un martes a las cuatro de la tarde. Para reconocernos yo llevaría un cuaderno y él vestiría un saco de color verde claro.
Los lunes suelo reunirme con unos amigos. Con la excusa de un asado, comentamos las cosas que nos pasan y jugamos uno que otro truco. Ese lunes aproveche para revelarles lo que me estaba pasando.
Las opiniones resultaron de lo más variadas: el espectro de proposiciones fue amplio, desde no ir a la cita hasta la de concurrir con un policía. Esa noche me quedé aún mas intrigado y me costo dormirme.
Llegó el martes, era una tarde ventosa y caía una tenue garúa. Me acerqué al bar, pero antes de entrar espié desde la amplia ventana que da a la calle.
Ubiqué en una mesa, sentado al costado de una columna de madera, al desconocido, Luis.
Entré, nos presentamos y pedimos un par de cafés. Era una persona de unos 25 a 28 años, alta, delgada y bien afeitada. Su corte de cabello prolijo denotaba su reciente paso por la peluquería. Me tranquilizó verlo bien vestido. Ya a esa altura era tan grande mi intriga que de inmediato le pregunté sobre el aviso y el por qué de la búsqueda.
Empezó con rodeos. Su conversación y su manera de expresarse no era precisamente académica, además no se correspondía con un hombre culto, y mucho menos con su fina vestimenta.
Abordó el tema de la desocupación, de lo mal que la estaba pasando la gente, de que muchos robaban porque no tenían trabajo, pero no daba pistas de lo que yo quería escuchar acerca de los motivos. Un poco molesto por tantas vueltas, le reclamé ir al grano. Debo decirles que me quedé paralizado cuando advertí que Luis, era el ladrón, pero la sorpresa no quedó ahí.
Había sido el único ganador del Quini 6, el propietario legal de los once millones de pesos y buscaba al damnificado para compartir el premio.
Me ofrecí ayudarlo. Me pareció que su actitud era, pese a todo, la de una buena persona y que buscaba resarcirse moralmente de su pasado.
Como único antecedente por las pocas palabras intercambiadas el día del robo, recordé que el damnificado me había comentado que en contadas ocasiones viajaba en el tren, haciendo trasbordo en Liniers, los días que conseguía alguna changa y que se llamaba Juan.
A partir de allí junto a Luis, comenzamos diariamente tratar de ubicarlo. Unos días nos apostábamos en el andén del ferrocarril, otros en las paradas de los colectivos o en las esquinas y lugares de tránsito obligado.
Así pasaron unos meses sin resultado. Las esperanzas se fueron desvaneciendo. Un buen día, después de debatirlo mucho, dimos por finalizada la búsqueda. Decidimos, en lugar de apostarnos en las vías, llegarnos por primera vez juntos hasta el santuario, ya que ese día coincidía con un nuevo aniversario del santo.
La misa había comenzado y el sacerdote estaba dando la bendición. Cada uno de los allí presentes levantaban las estampitas con la imagen del santo y otros la llave de las casa.
Nos quedamos en la parte de atrás, juntos con otros fieles. Al concluir la misa el sacerdote dijo “pueden ir en paz”, y todos nos aprestamos a saludar a los que teníamos a nuestro lado. Extendí la mano y quedé atónito: la persona que tenía a mi lado ¿era Juan?. Tomé la mano de Luis y en un rapto de incredulidad y sorpresa le acerque la palma de Juan. “Este es el hombre que estabas buscando”, dije.
Miré en ese momento la imagen del santo, un escalofrío me corrió por todo el cuerpo, se me nublo por un instante la vista y me pregunté si existía un milagro en el encuentro y en cuanto había participado el santo en esta historia. A veces lo único que hace falta es creer, no le parece?.

La Historia de María

vale la pena amar sin culpas;
vale la pena amar sin angustias;
vale la pena amar sin pedir;
vale la pena amar sin esperar;
vale la pena amar sin lágrimas;
vale la pena amar para vivir la vida;
vale la pena amar con alegría;
vale la pena amar para ser feliz, no te parece…?

Meditaba cómo iniciar este relato. Daba vueltas, garabateaba papeles con diferentes ideas esperando a esa musa inspiradora, pero nada aparecía.
Decidí entonces narrar las cosas tal cual sucedieron.
Cada tanto suelo pasar un fin de semana en algún pueblo del interior de nuestro país, para descansar, aprovechar su armonía, meditar y leer.
Aprecio la paz y tranquilidad que no encuentro en esta capital cargada de energía alienante.
Luego de muchos años de realizar estas escapadas, visité el pueblo donde pasé parte de mi juventud.
Caminaba rumbo a la catedral para asistir a la misa de once, en un fresco pero soleado domingo a finales del mes de junio.
Gozaba de esas amplias veredas, del silencio, de la extrema limpieza de sus calles, de los jardines con sus flores de temporada, de sus árboles alcanzados por el otoño, expectantes y tomando fuerzas para volver a despertar en primavera, y de mis recuerdos juveniles. Había llegado con bastante anticipación al inicio de la ceremonia religiosa.
Crucé la amplia calle adoquinada y me dispuse a sentarme en un banco de la plaza ubicada frente a la iglesia, para que el sol me alcanzara.
Repasé mentalmente aquel viejo banco, era el mismo que nos aguantaba a todos los de la barra. Aun seguía ahí, como esperando recibir renovados mimos.
Observaba el atalaya, donde relucía el bronce de su bella campana. Cavilaba intrigado sobre el tiempo que llevaba ahí, vigilándola. Imaginaba su badajo como un gran ojo ciclópeo, ¿cuántos secretos podría contar?
Una señora se acercó, supuse buscando también la caricia del sol, y se sentó a mi lado.
El saludo, nos miramos y luego de un instante nos reconocimos. Había pasado mucho tiempo, los años nos habían alcanzado, pero ella conservaba su impronta. “Era María”.
Tras ponernos al día con nuestra actual situación nos acordamos de los viejos tiempos. “¿Recuerdas el lío que armaste siendo tan joven?”, le dije. Nos reímos y entonces el pasado nos envolvió con la fuerza del tiempo que ya no volverá.
Ella, María, una niña de trece años. Delgada, de pelo lacio, color castaño claro, hasta la cintura. Resaltaban sus ojos vivaces con largas y tupidas pestañas, que revelaban su carácter contestatario, pese a su aparente fragilidad.
Él, José, un adolescente de dieciocho años, espigado, con el cabello cortado a lo milico, una incipiente barba, el acné juvenil imposible de ocultar y compañero de nuestra barra.
El lugar, una barriada en las afueras de la hermosa ciudad de Tandil, en la provincia de Buenos Aires, distante a más de 350 kilómetros de la Capital Federal, en la República Argentina, allá por los años cincuenta.
Como típica ciudad del interior del país se destacaba su coqueta plaza central, donde se lucían los bancos de madera tallada por artesanos de la zona, la catedral en avanzado proceso de ampliación, el imponente frente de mármol del edificio del Banco Nación, un cine, la municipalidad de estilo colonial y un incipiente pero coqueto centro comercial.
El detonante: un cruce de miradas, en una de las tantas vueltas al perro por las tres o cuatro cuadras céntricas empedradas, un día soleado y caluroso de verano, a las cinco y media de una tarde, un mes de enero. Esa era casi la única diversión y forma de comunicación a las que ambos podían acceder, por su edad y por la situación económica de ambas familias.
Ella se detuvo junto a sus ocasionales acompañantes a tomar un helado de frutilla al agua. Él la observaba a la distancia, la seguía con la vista, se preguntaba cómo podría entablar una conversación.
Luego de dar varias vueltas se decidió. Se acercó. Así permanecieron por unos instantes inmóviles, con el convencimiento que ese encuentro les cambiaría la vida.
Tras las presentaciones de rigor y unas cuantas pavadas fruto de la edad, empezaron a conversar. Sus amigas, como chaperones e inesperadas guardaespaldas, los seguían a unos metros. Caminaron apenas dos cuadras. Un beso en la mejilla firmó el fugaz encuentro y la despedida.
Cuando María llegó a su casa el rostro le ardía, no sabía que le estaba pasando, le daba vergüenza mirar a sus padres. Recordó que algo similar ya había vivido cuando se hizo señorita. En ambos casos le había costado enfrentar la situación, pero en el fondo estaba contenta.
Era la primera vez que le pasaba algo diferente.
Cruzó el patio, se sorprendió al percibir la suave fragancia del jazmín del aire que trepaba por el costado de la ventana de su pieza. Se sacó la ropa. Las medias con puntillas blancas quedaron dentro de las zapatillas, colgó el pantalón, se sacó la camisola y se miró al espejo. Observó a un costado los juguetes de su niñez, esta vez no le parecieron importantes. Esa mirada no era igual a otras, ni con los mismos fines. Tenía otra intención, ella bien lo sabía, quería conocer su cuerpo y ver como se veía.
Pasaron los días y volvieron a encontrarse en el mismo lugar: la heladería.
Él le dijo que le gustaba, y ella sin seguridad le confesó que gustaba de él.
Luego de cruzar unas palabras y caminar un rato se despidieron, ya era la hora en que María debía regresar a la casa. Antes él se acercó, la envolvió con sus potentes brazos y le dio un beso en los labios. Ella se imaginó amada: la habían besado y descubrió el olor a agua colonia de Juan. Se ruborizó, sentía que la cara le quemaba, como cuando pasaba el día bajo el sol. Esa noche no pudo dormir hasta bien entrada la madrugada.
En su cabeza el único pensamiento era el repaso de lo que había estado hablando con José y, sobre todo, la rara sensación que percibió al recibir ese beso. Así llegó a la conclusión, “se había enamorado”.
Sus primeros encuentros fueron fugaces. Una caminata bajo el sol en pleno verano por alguna cuadra lejos del centro y el banco de la plaza. Allí hacían planes para el futuro. Conversando se olvidaban del tiempo. Eso les había traído algún reto de sus padres por exceder el horario de regreso a casa.
José le había acariciado el corazón. Así que luego de unos pocos meses de noviazgo a escondidas, dispusieron oficializarlo y en un banco de la plaza decidieron casarse. Resultado: un escándalo en ambas familias y el comentario del barrio.
Todos tenían algo que decir.
Le aconsejaban que con catorce años recién cumplidos no era edad para comprometer su vida y tomar semejante determinación.
Como cualquier joven, ella pensaba que lo sabía todo, que la decisión era correcta y que más allá de los consejos, ésta era la oportunidad de su vida. No estaba dispuesta a dejarla pasar.
Eran épocas en las que se miraba a la cara y un apretón de manos era suficiente compromiso para cerrar un trato.
La sentencia del hombre de la casa parecía inapelable.
Don Santiago Correa, su padre, estaba en total desacuerdo y le hacía la vida imposible. Su madre, Alicia, en cambio, trataba de influir ante ambos para no añadir un conflicto más en el hogar.
Pero llegó el día del casamiento. María lucía un vestido muy sencillo de color blanco comprado en la liquidación de la única tienda del pueblo. En su cabello rizado resaltaba un bouquet de rosas pequeñas de color rojo.
José vestía un pantalón azul marino, camisa blanca, una corbata celeste y un saco de color blanco.
Su madre había convencido a su hermano Juan y a la tía solterona Juana para que fueran los testigos de la ceremonia. Todo estaba dispuesto, pero el padre de María no aparecía por el Registro Civil.
Si la decisión de casarse era un escándalo, esta nueva situación hacía todo aún más exagerado. Los que se habían llegado para presenciar la ceremonia murmuraban. Y para el colmo, las compañeras del colegio, bulliciosas y expectantes, realizaban los más crudos comentarios. Como cualquier joven, sin piedad ni concesiones. Había pasado casi una hora, el Juez responsable del Registro Civil comenzó a hacer pasar a otras parejas como decían los presentes “normales” - para casarlas.
Era casi la una de la tarde y el padre que tenía que firmar no aparecía, hasta que a alguien se le ocurrió que debían ir a buscarlo. Casi como una delegación diplomática, la madre de María Doña Alicia junto a su Suegra Doña Yolanda y a Clara la Maestra del colegio enfilaron para la casa a fin de convencer al padre de que se presentara y autorizara la boda.
Luego de una larga charla le hicieron ver que, de todas maneras, la cosa no iría para atrás. Los chicos estaban decididos a todo, con lo cual su no comparecencia lo único que hacía era agrandar el escándalo, y además su hija no se lo perdonaría jamás.
No fue fácil persuadirlo. El hombre así como estaba, sin cambiarse, se calzó las alpargatas de soga blanca y tomó los documentos. Un hilo de transpiración, bronca y desacuerdo se apreciaba claramente en su cara curtida por los extenuantes trabajos en el campo, pero se prestó a pasar el trance. Su lucha había concluido sin éxito.
Realizado el acto, entre alegre y dramático, los esposos se retiraron. No hubo una fiesta, lo único que se hizo fue un brindis en la casa de la abuela de María, Doña Amparo, y luego los esposos partieron hacia Mar del Plata, regalo de luna de miel de los padres de José.
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Al regreso se instalaron en una pieza que le había ofrecido la abuela Amparo. Una cama matrimonial, una mesita de luz, un ropero de dos puertas con espejo interior, eran su único mobiliario, debiendo compartir la cocina y el precario baño.
Pasaron unos meses y parecía que la vida se había ensañado con ellos. A José lo despidieron, no por malo sino porque la empresa había decidido reducir el personal, y el era el más joven y novato en el empleo. Falleció la abuela Amparo y los herederos decidieron vender la propiedad, así que los chicos se quedaron sin un lugar donde vivir.
Comenzaron las complicaciones y discusiones. El corolario: la separación.
María volvió a su casa paterna y José se fue a vivir al sur. Con el tiempo nos anoticiamos de que él había fallecido en un accidente.
Pero ella estaba obsesionada con constituir una familia. Pasaron un par de años y conoció a Miguel.
Era un hombre acostumbrado a trabajar duro. La boina le cubría los mechones enrulados.
Llevaba pañuelo al cuello, era alto, rudo y bonachón. Le había demostrado que la quería bien.
Luego de unos meses de noviazgo decidieron irse a vivir juntos, en la modesta vivienda que él con sus manos había construido en sus tiempos libres, gracias a su ocupación de albañil. Una pieza, un comedor, un baño y al frente un pequeño jardín fueron su nuevo hogar.
Su vida había empezado a encaminarse. Con Miguel tuvieron cinco hijos. Tres varones y dos nenas, fuertes y trabajadores como sus padres.
En apariencia María había concretado su ilusión de formar una familia. Además la vida como un espejo y regalo de su juventud la había premiado: todos sus hijos habían concluido los estudios secundarios y ella se había convertido en una joven abuela.
Sentada al lado mío en el banco, lucía vivaz, no había perdido esa impronta juvenil pese a los años transcurridos y lo duro que le había resultado criar a sus hijos, trabajando en casas de familia para ayudar a parar la olla.
Se acercaba la hora del inicio de la misa y se me ocurrió preguntarle ¿y hoy qué piensas de todo aquello?
Dudó por un instante, levantó los párpados como mirando al cielo, me miró.
Noté sus ojos humedecidos por la emoción y me dijo: algunos domingos vengo a este banco, donde me sentaba con José, y recuerdo aquellos días. ¿Sabes una cosa?, me dijo, el amor toca una sola vez a tú puerta y lo mejor que puedes hacer es disfrutarlo sin medir las consecuencias. Yo puedo poner como epitafio de mi vida: “No hay nada más sublime que el amor cuando se es joven”. Vale la pena amar, no te parece?

Una Perla entre las vias


Una perla entre las vías
- Dedicado al padre Mario Pantaleo -


Un caluroso domingo en pleno mes de diciembre, al mediodía, cumplía con una ceremonia.
Salía de mi casa, caminaba por los pasajes y calles de mi barrio, hasta llegar al bar “El Cañón”, único día que el lugar se encontraba limpio, al no funcionar el mercado de frutas y hortalizas, que estaba justo enfrente.
Me sentaba y repasaba la barra del bar, donde lucían en sus estantes unas viejas botellas de licores.
Me gustaba imaginar los secretos que podían contar esas botellas a medio vaciar.
Sobre una de las paredes un tonel de vino “El Globo” lucía una etiqueta que, orgullosa resaltaba su procedencia Mendocina, que era utilizado únicamente para despachar vino en copa y sobre él, un almanaque de la firma Alpargatas que en la última página del año, reproducía una escena campera de Florencio Molina Campos.
Así pasaba un buen rato, viendo pasar a la gente, algunos regresando de la panadería, de la fábrica de pastas o de la misa de 11 de la Iglesia de San Cayetano.
Lo que me llamaba la atención eran las mujeres luciendo las más variadas mantillas tejidas, con las que cubrían sus cabezas, al ingresar a la iglesia.
Esa mañana entró un cliente, para mí desconocido, con un mameluco gris azulado, perfectamente planchado. Debajo de sus anchas botamangas resaltaban unos zapatones de color negro lustrados impecablemente.
Completaba su vestimenta una camisa celeste claro y un pañuelo negro anudado al cuello. Luego de los saludos de rigor se sacó la gorra y recostado en la barra, pidió una grapa.
Éramos los únicos parroquianos, así que comenzamos a charlar a la distancia sobre el tiempo y el fútbol, pues ese domingo, Vélez jugaba de local con Estudiantes de la Plata; luego de cambiar unas palabras lo invité a sentarse a mi mesa.
Soy Pedro - le dije - y él respondió – Nicola, a sus órdenes - y seguimos hablando de cosas intrascendentes.
- ¿Usted es del barrio?, ¿Nació aquí?
- Si vivo en Liniers, pero nací en Piedimonte Etneo.
- ¿Dónde queda?
- Es un pueblito en Sicilia.
- ¿Y como llegó acá?
“Como tantos inmigrantes, escapándole al hambre, buscando pan y trabajo.
Esa respuesta fue el detonante que desató sus emociones y recuerdos.
… Viajamos en un inmenso vapor, en tercera clase, que llegó un mes de marzo en el año 1948, junto a mis padres y tres de mis hermanos.
Nuestros compañeros de viaje, eran un matrimonio de jóvenes recién casados, una familia con dos hijos, un sacerdote de ojos saltones trasladado a estos pagos, un doctor cuyo destino era la ciudad de Santa Fe y un hombre solo, afligido por la ausencia de su familia. Antes del desembarco, dos oficiales de marina nos sellaron los documentos; la nueva tierra nos abría sus brazos en el Hotel de los Inmigrantes, disminuyendo en algo los miedos a lo desconocido. Nos asignaron un espacio, donde permanecimos unos días, recibiendo clases de idioma, conociendo algo sobre la historia del país y visitando algunos lugares históricos para quedar en libertad y encaminar nuestra nueva vida”.
Lo noté conmovido por los recuerdos, así que, con el fin de hacer un alto, ordené otra vuelta. En realidad mi intención era saber cómo había llegado a Liniers; respuesta que no se hizo esperar…
… “El matrimonio que nos acompañó durante el viaje, tenía parientes en un barrio: Liniers, razón por la cual no fuimos a ningún conventillo de la Boca o Barracas.
Como buenos paisanos se ofrecieron a ayudarnos y así llegamos al nuevo barrio.
Alquilamos una pieza en la calle Tonelero y al poco tiempo, mi padre, que era herrero, consiguió trabajo en los talleres del ferrocarril. Así comenzamos nuestras nuevas vidas, extrañando con nostalgia la tierra y la comida pero con la ilusión de una vida mejor. Poco a poco nos fuimos integrando a la nueva comunidad, concurríamos a la iglesia, jugábamos a la pelota con los nuevos vecinos y fuimos al colegio de Ramón Falcón y Tellier.
Pasaron unos cuantos años, y la palabra “tranvía” llegó de repente a nuestras vidas, de la mano de unos volantes, pues la compañía estaba incorporando empleados para trabajar en la empresa. La posibilidad de un trabajo estable, llenó de alegría a la familia.
Al día siguiente me presenté a la oficina administrativa, en Flores; llené unas fichas, y respondí a las preguntas que se me hacían. Éramos alrededor de unos 50 postulantes y tuvimos que esperar hasta la tarde, momento que comenzaron a asignar los destinos; unos quedaron en la administración, otros pasaron a los talleres de reparación, que estaban ubicados en Primera Junta y a unos pocos nos destinaron a la tarea de ser motorman: es decir conducir los tranvías.
Luego de haber atravesado el período de instrucción, llegó el gran día, se me asignó el tranvía de la línea Nº 1 y el interno 0035, cuyo recorrido comenzaba en el centro de la ciudad y llegaba hasta Liniers. El tranvía se había constituido en una familia, muchos de los pasajeros se conocían y la mayoría de las veces nos llamábamos por los nombres.
En algunas oportunidades hasta paraba o reducía la velocidad para que los obreros del ferrocarril bajaran en Risso Patrón, que era la entrada a los talleres; otras veces en especial los días de lluvia, hacía paradas alternativas para que la gente no se mojara o se mojara menos.
Una mañana del mes de noviembre, me levanté más temprano que lo habitual, luego de desayunar repasé el uniforme, la chaqueta recién planchada, los pantalones con la línea impecable, la gorra con el clásico “Conductor” y me dirigí hacia la terminal a tomar mis servicios.
Marqué mi tarjeta con el horario de ingreso, retiré la tablilla con mi nombre y apellido y comencé con el itinerario. Ya había llegado a Plaza Flores, cuando subió una señora embarazada; rápidamente un señor le cedió el asiento. Las cosas se estaban desarrollando sin inconvenientes.
Habíamos pasado la Plaza de los Andes y unos gemidos llamaron la atención de todo el pasaje.
La señora que había subido en Plaza Flores se quejaba, así que me detuve en la esquina de Fonrouge y Rivadavia; llegué hasta su lado y para sorpresa de todos había iniciado el proceso de parto y por lo poco que conocía no venía demasiado bien.
Hice bajar al pasaje y con una enfermera que estaba allí, entre sus conocimientos y los que me habían instruido en la empresa, conseguimos dar a luz a una hermosa nena, a la que la madre llamó Perla.
Preocupado por la situación y la salud de ambas, paré un automóvil y le pedí que las trasladara al Hospital Santojanni.
Mi turno terminaba en Liniers, así que una vez que entregué los mandos, fui rápidamente hasta el hospital para interesarme por la salud de ambas.
Al llegar, me presenté en la administración, en donde me indicaron que estaban en el primer piso de urgencias y cuidados especiales y allí me dirigí, confirmando mis sospechas: el riesgo era grande y sus vidas estaban en peligro.
En ese momento un cura petiso, flaco, de mirada profunda y brillante se me acercó y me preguntó qué pasaba.
En pocas palabras le comenté lo sucedido, me miró y me pidió que lo acompañara.
Llegamos al sitio donde ambas estaban, de repente el sacerdote se frotó las manos y las puso primero en la cabeza de la niña y luego de la madre. Doctores y enfermeras nada entendían de esa actitud, con asombro comentaron que era el mismo curita que dormía en un baño del subsuelo del hospital. No habían pasado más de quince minutos cuando ambas comenzaron a mejorar y a las dos horas estaban fuertes como toros.
Lo miré al cura y recordé el viaje que habíamos hecho desde Italia, era el mismo con el que habíamos viajado. Le pregunté su nombre y me dijo: Mario Pantaleo y llegue en el mismo vapor que tú. Lo miré a los ojos, parecían dos estrellas a punto de explotar… y le besé esas manos sanadoras.”…
A esta altura ambos estábamos emocionados y yo especialmente sorprendido, cómo un desconocido en tan corto tiempo me había llenado de profunda fe y preguntas. Al despedirnos, ese apretón, con sus manos dio por cierto el relato.
De regreso a casa me preguntaba ¿Quién era ese cura? y ¿Qué cosas habría hecho?
Luego de investigar, me enteré que en González Catán había construido su espacio y hacia allí me dirigí. Con asombro observé su admirable tarea, el Colegio, la escuela de artes y oficios, los comedores, no podía creer lo majestuoso de su obra.
Luego de pasar por el santuario, elevar una oración y tocar esas manos sanadoras, una señora se me acercó y me ofreció conocer el lugar donde Mario habitaba.
Me enseñó sus objetos, pertenencias y cosas personales que con un estricto orden estaban ubicadas sobre los espacios que él había transitado; lleno de emoción le agradecí el tiempo compartido, le di la mano y al preguntarle su nombre, sonriendo, me miró a los ojos y dijo,… mi nombre es… Perla…

Juancho - El primer linyera

Juancho es la historia
de un Linyera.
Con éste cuento quise
Honrar a los espíritus
Libres, que más allá de
Las vicisitudes de la vida
luchan por la utopía
de un mundo mejor.



Juancho


Una soleada mañana de verano, tras una noche de sueños intranquilos, Juancho - uno de los primeros habitantes del barrio - resolvió no tener más obligaciones.
Sabía que el cambio iba a modificar su vida.
Por entonces vivía en una modesta casa, con paredes de adobe y techo de chapa. Pagaba el alquiler con esfuerzo, gracias a sus ingresos como peón en diferentes quintas.
La única habitación la ocupaba una cama inmensa, herencia de sus padres. Un respaldar de bronce, bien trabajado, resaltaba en la austeridad del pequeño espacio.
Completaban su escaso mobiliario una pequeña cocina a carbón, que oficiaba de estufa en el invierno, un par de cacerolas tiznadas, dos juegos de cubiertos, dos vasos de vidrio, una escoba gastada, un balde abollado con la manija restaurada con alambre; y un farol de kerosén, su luz en la noche.
El único adorno del cuarto era una foto amarillenta de sus padres y los tres hermanos, en un ancho marco de madera.
Los pocos habitantes que pululaban por la villa lo observaban extrañados. Fabulaban sobre qué cosas habían impulsado a Juancho a abandonar sus tareas y su casa. La versión más difundida era que tomó la decisión al quedarse solo, después de que sus padres y su dos hermanos fallecieron en los Lazaretos de Liniers debido a la epidemia de peste bubónica al principio del siglo. Juancho formó una nueva familia con un perro croto, que se le acercó en una de sus extensas caminatas y del que ya nunca se separó.
Su traza de hombre educado contrastaba con la barba hasta el pecho y la vestimenta gastada. Se fue disciplinando en ser un trotamundos, viviendo de lo que apareciera.
De día tenía como compañeros de ruta a los pájaros y de noche a los grillos, que al igual que él deambulaban en total libertad. En su compañía advertía lo minúsculo que es el ser humano ante el universo. A ellos confesaba una de sus mayores fantasías. Había casi parido al barrio y al igual que a un hijo, lo imaginaba grande. Soñaba un espacio que sumara voluntades, donde nadie pensara en ambiciones personales y cuya gente, algún día, luchara por convertirlo en el mejor barrio de esta ciudad.
Nada le faltaba, nada le sobraba. Juancho tenía todo lo que necesitaba. Había estudiado en la primera y modesta escuela con paredes de barro y techo de paja, la número 9, de la calle Rivadavia, que acercó la posibilidad de estudiar a los chicos de la barriada, de la mano de su primera directora Ernestina Zella de Ruiz. En uno de los diecisiete bancos de dos asientos, Juancho comenzó sus estudios y los completó unos años más tarde, con muy buenas notas.
Entonces Liniers era un enjambre de quintas y chacras, con unas pocas calles de barro por donde transitaban los carros vendiendo verduras y leche, pues la mayoría de los habitantes eran genoveses y vascos. Juancho los miraba pasar mientras deambulaba sin destino, y gracias a la solidaridad de algunos vecinos, podía alimentarse y asearse.
Era habitué de la Blanqueada, un almacén de ramos generales, propiedad del Vasco Echechiquia, que oficiaba de estafeta postal y lugar de encuentro, ubicada en la actual esquina de Rivadavia y José León Suárez. El vasco le daba una mano con la comida y, cada tanto, un vaso de vino patero.
Ocasionalmente, los Garavano que habían abierto un pequeño biógrafo en Murguiondo y Rivadavia, apiadándose de sus ideales y condición, le permitían ver las películas en blanco y negro que proyectaban en capítulos. Por eso Juancho casi nunca podía saber el desenlace de las historias y alimentaba su imaginación inventando finales.
Su mundo estaba hecho de la sombra que le proveía el Ombú de Gauna, donde dormía las siestas de verano; el arroyo Maldonado, al que llegaba a refrescarse las tardecitas de mucho calor; y la Casa de Ejercicios Espirituales, que le daba refugio los días de lluvia y frío.
Sus paseos más largos llegaban hasta la quinta de Santojanni, el inmigrante italiano que luego donó a la comuna el predio donde hoy funciona el hospital con su nombre.
Juancho nunca rebasó los límites del barrio, así que tuvo el privilegio de estar en primera fila aquel 18 de diciembre de 1872, cuando se inauguró el apeadero.
Cantó el himno nacional, vio izar la bandera argentina y ayudó al vecino Sosa a colocar el cartel de madera, donde resaltaban sobre el fondo negro las letras blancas "Villa de Liniers", nombre elegido por las Religiosas de la Sociedad del Divino Salvador, en honor al héroe de las invasiones inglesas.
Observó con toda atención el día que los obreros, a instancia del municipio, demarcaron los nuevos límites entre la capital y la provincia; y cuando las hermanas dispusieron trasladarse a donde hoy está la iglesia de San Cayetano, pues la traza de la avenida General Paz las había dejado en la provincia.
También guardó en su calendario de recuerdos un 16 de agosto de del año 1892, cuando se colocó la piedra angular de lo que hoy es el santuario. Juancho era un referente del avance del barrio y del esfuerzo de esos pioneros por mejorar.
Empezó a hacerse más famoso cuando el directorio del ferrocarril mudó a estos pagos los talleres que hasta entonces funcionaban en la localidad de Tolosa, en la provincia de Buenos Aires. Fue testigo de cómo a partir de su inauguración el 21 de noviembre de 1904, el barrio tomó una nueva impronta y se afincaron nuevas familias. Su sueño comenzaba a hacerse realidad. Pero la vida no le estaba resultando fácil.
Un buen vecino, el señor Ávila, se le acercó en la esquina de Risso Patrón y Rivadavia, por donde ingresaban los obreros a los talleres.
Quiso convencerlo de que aceptara anotarse como empleado en la sección administrativa, pues tenía buena caligrafía y había completado sus estudios. Antes de emprender el camino de regreso a su casa Don Ávila le pontificó, "¡recuerda que los años no regresan, aprovéchalos!".
Juancho prometió pensar en la propuesta. El bien sabía que lo esencial no se ve, y que la vida que había elegido le daba total libertad; libertad que no quería perder. Pero también que no era la mejor manera de vivir. Así que decidió aceptar el desafío.
El señor Ávila le ofreció su casa para asearse y Susana, la esposa, le acondicionó unas ropas para que se presentara al trabajo. Lo incorporaron inmediatamente.
La lucha interior cada vez se hizo más intensa. Había perdido la libertad, pero un techo lo cobijaba y ahora podía darse los pequeños gustos que su remuneración le permitía. ¿Quién diría que en lugar de andar por las vías ahora vivía de ellas? se preguntó caminando por los durmientes, mientras pensaba en una ilusión que nunca se atrevió a cumplir: viajar en los techos de los vagones de carga.
Su aspecto también había cambiado. Ya no lucía la prominente barba.
Los compañeros estaban asombrados por la transformación. Juancho disfrutaba al contarles las historias y anécdotas de la historia del barrio, de la que ya formaba parte, sin saberlo.
Colaborador del farmacéutico Oscar Pagniez, impulsor de la Sociedad Cosmopolita de Liniers, ayudó a confeccionar las placas para el techo con sus manos en la fragua. Recibió a la Porteña, la primera locomotora que surcó por estas vías, al ingresar a los talleres.
Escaló posiciones en el trabajo, era eficiente y sus jefes lo tenían muy bien conceptuado. Nunca dejó de hablar con las estrellas. Con ellas imaginó la importancia que tendrían esos talleres en el futuro. Sintió que por allí estaba pasando la historia, de los ferrocarriles y del país. Pensaba en estas cosas cuando recordó un libro con fotos que le había llamado la atención en el colegio. Eran páginas que contaban cómo en otros lugares se rendía culto a la historia y sus monumentos.
Mientras contemplaba la inmensidad del lugar comenzó a fantasear. Cerró los ojos y deseó que el espacio albergara una escuela, que ahí se erigiera una estatua en honor al héroe que nombra al barrio, una casa de la cultura, un museo, un extenso parque con juegos para chicos, un salón de exposiciones.
Rogó y pidió a ésas, sus estrellas, a las que tantas noches les había hablado, que su deseo alguna vez se hiciera real. Una tarde de primavera, cuando cumplía 10 años en la empresa, le informaron que debía jubilarse.
Sintió una ola de fugacidad.
Al domingo siguiente y acompañado por su perro, buscó una pala, cavó un hoyo y plantó un árbol.
Con las manos aun manchadas de tierra, parado justo frente a la antigua entrada de los obreros del ferrocarril, enterró a sus pies una botella.
Antes le deslizó adentro esta nota: "A mis futuros vecinos quiero decirles que la destrucción del pasado, el abandono y la falta de amor a lo nuestro, son la muerte en vida. Luchen, luchen, luchen, para que éstos, nuestros talleres, sean el vínculo entre la experiencia del pasado y su futuro. Juancho, el primer linyera de Liniers." Y a modo de posdata les pidió que cuando ya él no estuviera más en la tierra, le avisaran a través de sus estrellas amigas, que ese deseo había anidado en el barrio.



* Cuadro en acrílico Título: El duende del Barrio.