jueves, 22 de septiembre de 2011

El Recuerdo para Celia Cambas de Heredia - Parte del ADN de Liniers

En mi permanente obsesión por intentar retratar cada esquina, cada historia y cada personaje que ha surgido de entre las entrañas de mi querido Liniers, suelo escarbar a diario en cada uno de los rincones del barrio para intentar dar con ese material que no hace más que subrayar el sentido de pertenencia que muchos de los que aquí vivimos sentimos por nuestro terruño.
Sin embargo, en ésta oportunidad me topé de frente con uno de esos temas, que no admiten archivarse en el olvido.
Días pasados recibí unas líneas de Agustín Heredia, informándome el deceso de su abuela Celia Cambas de Heredia, una pujante vecina de Liniers, que se llevó consigo parte de la historia de estas calles y cuyo particular estilo de vida merece ser reflejado en estas páginas.
Por eso, decidí incluir en mi habitual columna esa carta a manera de homenaje, para este verdadero símbolo de Liniers, que supo dejar bien plantado un apellido que ya es parte del ADN barrial.
El texto completo se ubica a continuación: "Si alguien conocía y quería a este barrio esa era mi abuela, una viejita hermosa y coqueta con algunos kilitos de más, arrugas, canosa por el lógico pasar de los años, y con una larga pollera que intentaba ocultar sus típicas medias color piel.
A los 95 años la abuela Celia hacía dieta, caminaba un kilómetro por día, iba a la peluquería para mantener el color, usaba ropa a la moda y se compraba accesorios como cadenitas o aritos en los mismos locales que tienen como clientas a chicas de 20 años.
Fanática de los zapatos y tapados, y de las cremas antiarrugas que yo mismo le descubría cuando iba a su casa a cenar o a tomar mate.
Sus amistades tenían 25 y hasta 30 años menos. Hasta el año pasado tomaba clases de gimnasia en la pileta del club Liniers con gente de 60 años, y aunque desde hace un tiempo escuchaba poco, jamás iba a admitir que no escuchaba o que estaba un poco sorda.
El año pasado tuvo un accidente y se rompió la cadera. Con 94 años se sometió a una operación de la cual los médicos aseguraban que era muy difícil que saliera por su avanzada edad.
Para resumir, tres meses después estábamos discutiendo en la esquina de Carhué e Ibarrola por qué venia caminando como si nada cargando dos bolsas repletas de frutas y verduras.
Dueña de ese don que tienen la mayoría de las abuelas, cocinaba como pocas y en navidad y año nuevo siempre fue infaltable ese pollo a la naranja por el que nos peleábamos todos los primos y que por primera vez este año lamentablemente faltará.
Conoció a mi abuelo en los bailes de carnaval del club Liniers, de Palmar. Mi abuelo José Luís Heredia era uno de los fundadores del club Liniers - que hoy milita en la Primera División C del fútbol argentino - junto con mis otros tres tíos abuelos.
Fue madre de Adriana, mi tía, y de mi papá Jorge, jugador de fútbol de aquel Liniers Sud, de Beromama y enamorado como pocos de este barrio.
Creo que el que vive en Liniers desde que nació, como yo que tengo casi 30 años, tuvo que haber ido, o pasado por estos lugares que son tan trascendentes para el barrio y lógicamente para mí también. Pero lo más importante no es la historia de mi familia, sino este "hasta luego" a mi abuela.
Ayer, mientras estaba en el cementerio pensaba que ojala todos pudiéramos vivir como ella vivió y morir como murió, sin sufrir, de un suspiro, como ocurrió en la madrugada del 24 de agosto. Lógicamente estoy triste por su partida, pero también me siento orgulloso de mi abuela por la que me nació escribir esto.
No voy a poner la típica frase "te voy a extrañar", pero sí te recordare siempre, ya que creo que después de los que les acabo de contar en esta nota, queda claro que jamás la vamos a olvidar".

martes, 13 de septiembre de 2011

Una Historia de Inmigrante - María Adela López Martínez

Caminaba días pasados, tratando de distinguir los olores de las flores en los jardines. Me llamó la atención una abuela que tirando de un changuito, que se le había trabado en unos de los tantos pozos que adornan las veredas, luego de realizar las compras en los comercios de la zona. Hacia esfuerzos para liberarlo, así que me acerque y le ofrecí ayuda.
Su acento era muy particular, así que luego de enterarme sobre su nombre “Adela”, aproveche para hacerle algunas preguntas y pedirle que me contara sus vivencias, luego de algo más de 50 años de permanencia en el barrio, poco esperanzado de que accediera por los problemas de inseguridad.
Grande fue mi sorpresa cuando de muy buena manera me invitó a tomar un café, así que nos dirigimos hasta su casa sita en la calle José León Suárez al 700. Como digo siempre, detrás de cada puerta hay una historia y cosas que contar.
Esta es la vida de una inmigrante llegada hace cerca de 60 años proveniente de un pequeño poblado de no más de treinta personas cerca del límite de Asturias y León, “Monasterio de Hermo”, lugar en el que aún se conservan las tradiciones y costumbres.
El primer recuerdo fue para sus padres y su casa de piedra en donde en la planta baja las ovejas y unas pocas vacas eran guardadas como el oro, pues de ellas y el sembrado de una pequeña área dependía su subsistencia.
Pero comencemos diciendo que sus padres Daniel y Adonina llegaron al país en los primeros años del siglo pasado para servir en la familia Bullrich. La estadía duro algo más de cinco años, luego de los cuales regresaron a España.
Allí se consolidó la familia, naciendo sus hermanos, Amalio Benito, Ana Maria y Alicia Maria.
Pero las guerras en Europa estaban haciendo lo suyo, la miseria resultaba insoportable. Además del hambre, el poco estudio recibido de la mano de un tío con pocas actitudes de trasmitir los rudimentos de lectura, motivaron la decisión de emigrar.
Primero llegó su hermano mayor Amalio Benito, y luego año tras año cada uno del resto de la familia, los últimos en llegar fueron sus padres.
A medida que arribaban eran recibidos y cobijados en la casa de unos tíos en Ciudadela, sobre la hoy Avda Gaona, de tierra, zanjas y en donde la huellas de los caballos en invierno se pintaban de blanco debido al intenso el frío.
Luego conoció a Victorio un porteño nacido en el abasto, radicado en Ciudadela dedicado al rubro de la gastronomía, conformando una familia y se afincaron en su actual casa.
Supo de los delivery de su época, el lechero, el vendedor de gallinas, el panadero y el verdulero, las calles de tierra, la llegada en horario de los trenes y el esfuerzo de muchos de tener un sitio digno donde habitar. Del Matrimonio nacieron Juan Daniel y Cristina Mónica.
Victorio luego de establecerse en el barrio, desarrolló su actividad gastronómica en la pizzería “El Trébol”, ubicada en la Avda Gral. Paz, ya desaparecida, y coronaron con su anhelo de aquello “mi hijo el doctor”, pues ambos son contadores.
Seguro que ese changuito seguirá rodando sobre nuestras veredas, con orgullo seguirá mostrando el libro editado por la academia Asturiana de Heráldica y Genealogía, donde la historia de la familia López Martínez, su casa y el escudo familia tiene un lugar destacado, pero también la incertidumbre de imaginar la tierra que la vio nacer.
Esta es la historia de uno de tantos inmigrantes que con su esfuerzo y dedicación sumaron para que el barrio creciera. No me puedo olvidar de su jardín que tan bello se ve en la foto, pues son parte de su vida, el trabajar la tierra.

Fotos: Escudo de la familia y Capilla de Hermo.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Los Caminos de la vida

Diciembre del 2006, centro de Buenos Aires, calor sofocante, calles cortadas por pintorescos piquetes de no más de diez personas.
Tránsito enloquecedor, peatones exasperados, escenario patético de la ciudad, que invita a pensar una vez más, si ya no es hora de instalarnos en un pueblo del interior del país.
Cansado de extenuantes reuniones, de no probar bocado, y siendo las nueve de la noche, luego de sortear el tránsito de las autopistas y calles llenas de baches, llegué a mi casa. Ni bien había desensillado para tomarme esos cinco minutos de descanso, recibí un inesperado llamado telefónico.
Era Ángel, un compañero del colegio secundario con el que hacia años no nos veíamos, para invitarme a una reunión y reencontrarnos. La cita sería en la casa de Jorge, “El Enano”. Luego de cambiar unas palabras me pasó la dirección y nos despedimos. La noticia suavizó en parte el cansancio del día.
La incógnita y el misterio de no saber con lo que me iba encontrar, disparó en mí el recuerdo de viejos tiempos compartidos.
Caras de otras épocas se apoderaron del presente, lo que me llevó a buscar esas viejas fotos amarillentas que atesoro, que me trasladaron imaginariamente al pasado, el colegio, los maestros y la obligación casi sacramental de inculcarnos la lectura además de colaborar junto a la familia en la formación de los adolescentes.
Anécdotas y momentos vividos surgieron como un torrente imposible de contener. Todos pasaron por el tamiz de los recuerdos.
El futuro encuentro, apretó el gatillo de ésta historia, engalanada con la visión que solamente el paso del tiempo te puede obsequiar, lo que me llevó a aquellos tiempos juveniles y en especial a la década del sesenta y los cambios que se estaban produciendo.
La televisión había comenzado a tomar forma en sus grandes cajas de madera en blanco y negro y el cine con sus nuevos colores, le daba una luz diferente a las historias que en él se contaban.
La llegada de los Beatles, la presencia del hombre en la luna, los hippies con su nueva filosofía de vida daban un matiz diferente al mundo que se estaba sacando la venda de la hipocresía.
Pero el barrio aún mantenía la vieja arquitectura, las plantaciones en cualquier pedazo de tierra, las macetas de orégano presentando una geografía propia de otras latitudes.
Con esa visión de la vida y de las costumbres un grupito de curas arribados unos años antes del viejo continente, se instalaron en la villa y comenzaron a creer que se podía junto a la pequeña capilla, cuya madre protectora era la Virgen del Carmen, crear un colegio.
Poco a poco aquellos que tuvimos la suerte de ser los primeros alumnos fuimos pasando de grado.
La construcción durante el año lectivo de una nueva aula, sería la que nos albergaría al año siguiente.
Así al llegar a sexto grado, la escenografía edilicia y la capilla se daban la mano.
Pero la necesidad de seguir adelante sacrificó no solo la cancha de fútbol, donde imaginábamos poder llegar a jugar en primera división, sino también el gallinero, la huerta y hasta el de la yegua Pirucha con la que los curas se llegaban a las capillas de barrios cercanos a dar misa.
Ese espacio albergó a los alumnos del secundario, donde brotaron a los primeros peritos mercantiles, todo un adelanto para la época.
Atrás habían quedado las quermeses, las fiestas de fin de año, los actos en las fechas patrias, la campana llamando a misa, el equipo de fútbol y los momentos de diabluras infantiles que pagábamos con amonestaciones y penitencias. El estómago y el olor a comida ordenaron la suspensión de los recuerdos.
…La semana continuó a la espera del reencuentro. … Y llegó el día.
Salí con tiempo, con la idea de recorrer las calles del barrio, luego de tantos años de ausencia.
Di una vuelta por los lugares que solía transitar, percibiendo los cambios que habían transformado un barrio de inmigrantes en un área residencial.
Los potreros, nuestros estadios de fútbol de entonces ya no estaban, los bancos de la plaza donde charlas confidencias y tiempos compartidos imaginaban el futuro habían desaparecido, el frente del colegio y hasta la vieja capilla se habían trasformado en edificios de moderna construcción.
Con esa extraña sensación de que el lugar de pertenencia en mi imaginación, no existía más, acongojado me dirigí a la dirección indicada, lugar donde se produciría el tan ansiado reencuentro.
Grande fue mi sorpresa cuando comprobé que lo único que no había cambiado era ésa casa, hasta los colores pasteles carcomidos por el tiempo eran los mismos que recordaba.
Esa imagen me detuvo por un momento. La puerta que tantas veces había traspasado en mi juventud, ahora se abriría a lo desconocido.
La algarabía del reencuentro, se produjo entre emociones encontradas y personajes desconocidos. Caras, vestimentas y actitudes nos habían alcanzado de manera diferente, el abrazo fue un rito riguroso, recordándonos por los apodos.
Un brindis fue el detonante. Los recuerdos de momentos vividos y el viaje de egresados fue la primera partitura de una gloriosa sinfonía.
Así surgieron las anécdotas de ese viaje, que iniciamos en tren desde Retiro, en el mes de enero del año 1965, rumbo a Tucumán, Salta, Jujuy y Córdoba en una noche de intensa lluvia acompañados por el Cura, quien tuvo que reponerse luego de algunos sobresaltos en recuperar la sotana en Rosario cuando se la sacamos y repartimos estampitas y bendiciones en el andén de la estación.
Como un rompecabezas cada uno fue aportando una nueva pieza a los recuerdos, para dar paso a una nueva etapa, saber como nos había tratado la vida.
Rompió el hielo “Mango”, luciendo aún su prominente nariz. Su primera confesión fue coherente con el pasado, afirmando que su vida la había vivido según la filosofía tanguera. Ese aspecto de mayor edad que tenía en la juventud era la misma que mostraba hoy, con su camiseta musculosa y el pañuelo al cuello junto a la parrilla. Su relato culminó destapando el corcho de su actividad, jubilado de la Municipalidad, tenía una familia y estaba satisfecho con lo vivido.
A un costado estaba Ángel el organizador de la reunión. Desde joven la vida lo había obsequiado con la posibilidad de portar hasta sus últimos días dos tremendos culos de botellas sobre su nariz. Hubiera sido un excelente futbolista, pues sus gambetas eran según los dichos de estos días maradonianas, motivo por el cual canalizó su vida a través de su profesión de contador y constituyó una familia según el mandato de sus ancestros calabreses sumando buenas y malas en la vida como la todos nosotros.
El alto en los recuerdos tuvo que esperar, pues el asado ya estaba a punto, así que nos fuimos arrimando a la parrilla plato en mano. Sentado en un costado de la mesa observaba minuciosamente a cada uno de los muchachos, muy diferentes por cierto, en sus expresiones, su forma de comer y su vestimenta.
El hoy robusto “Carlos”, se fue a vivir a Merlo, San Luís y desde allí comercializaba y distribuía artículos eléctricos, estando en paz con sus expectativas de vida. El Gordo de otrora, hoy flaco exitoso comerciante y dueño de una magnifica ferretería.
En la cabecera se encontraba el dueño de casa, aquel que en nuestra juventud ponía los apodos y hacia gala de las cargadas. Personaje virtuoso, muy buen alumno, de espíritu jovial y único hijo de una familia acomodada.
A los postres empezó a contarnos sobre los motivos por los que hoy se transportaba en una silla de ruedas, según él, por una errónea prescripción médica.
Un matrimonio fracasado, al igual que dos posteriores parejas, con una hija enemistada a la que no veía por más de 12 años y que tampoco deseaba volver a ver.
Aun conservaba su pelo enrulado, pero sus dedos teñidos de nicotina, el temblor en las manos propias de los bebedores, su imposibilidad de movilidad y refugiado en ese bunker, contrastaba con los buenos réditos económicos alcanzados.
Al escucharlo, cavilaba como aquel emprendedor, simpático y prometedor muchacho, había dejado previa la materia de la vida y el futuro promisorio.
Surgieron los consabidos comentarios de aquellos que ya tenemos algunos años de inquilino en este planeta, sobre los achaques de unos, la desaparición física de otros, y el recuerdo de aquellos que por diversas razones no habían podido participar.
Luego del postre dimos por finalizado el encuentro, no sin antes caer en la repetida frase, no dejemos pasar el tiempo y volvamos a juntarnos pronto.
De regreso, imaginaba el precipicio tan hondo en que había caído éste personaje ganador y como había perdido en esa vorágine de éxitos, las enseñanzas recibidas.
Pensar que la vida es tan generosa en oportunidades y la soberbia muchas veces nos impide verla, está en uno subirse al tren o quedarse a esperar el fin, en la estación de la vida. ¿A vos que te parece…?