jueves, 3 de marzo de 2011

Las Alas del Tiempo

El lugar Piedimonte Etneo, un pueblito de muy pocos habitantes la mayoría dedicados a la agricultura, la crianza de ovejas y ganado, orillando el Monte Etneo, en la provincia de Catania, Sicilia. Allí comenzó esta historia, hace dos siglos.
Insuficientes sitios eran fértiles para las necesidades de los habitantes, aún así nada permanecía sin utilizarse, además el pié del norte con su poder económico hacia de las suyas.
Campos mezclados entre las montañas eran el espacio para el pastoreo de los animales, las plantaciones de los olivos, naranjos, limones y de todo aquello que la tierra podía ofrecer.
Un acompañante famoso y visitante no deseado, cada tanto hacía de lo suyo. Las erupciones del Etna, era la preocupación de todos.
Las casas construidas según las concepciones sureñas, sus tejas de color terracota rosado y la cantidad de habitaciones, eran la carta de presentación sobre la situación económica de cada familia.
Un día caluroso de pleno verano, el Siroco, pegaba con furia. Los familiares esperaban en una habitación contigua, la llegada de una nueva habitante al pueblo.
Si bien Alfia, la madre, había parido tres hijos, este parto era muy diferente pues la matrona que la había atendido en los otros alumbramientos, era vieja y pese a su experiencia ya no tenía esa impronta para atender un parto delicado.
La palmada y el llanto fueron la presentación, nacía el 12 de agosto de 1884 Antonina.
Su tez blanca, su cara redonda como la luna llena, sus cabellos lacios renegridos, potenciaban los ojos del color miel.
La situación económica del matrimonio era para la época buena. Don Cavallaro, su padre era un hombre dedicado al campo y los negocios.
Poseía una chacra donde además de cosechar verduras y frutas de estación, tenía unas vacas y ovejas, comercializando la leche y los quesos de excelente calidad, en la ciudad vecina, Catania.
Las usanzas de la época, el apego a los sentimientos de antaño y el sabor de las tradiciones para el matrimonio eran un culto, al igual que el dialecto y así se los transmitían a sus hijos.
No extrañó que con apenas ocho meses Antonina bautizada en la Iglesia de San Ignazio.
La vida familiar transitaba sin mayores inconvenientes. Los hijos concurrían al colegio, los varones en sus tiempos libres colaboraban con las tareas de Don Cavallaro y las mujeres ayudaban a su madre con las labores de la casa, completando su educación con el aprendizaje de la costura.
Pasaban así los años sin mayores novedades. Salvo un par de erupciones del Etna, que había traído inconvenientes en las cosechas de olivos y trastornos respiratorios a las habitantes del pueblo.
A unos cincuenta minutos caminando en medio de la montaña, vivían Don Ventura y Carmela. Del matrimonio una tarde del 15 de noviembre del año 1882, nació Salvatore.
Don Ventura trabajaba en el campo, cuidando y dándole de pastar a los rebaños en las montañas.
La situación económica era muy ajustada, es así que siendo aún un niño, Salvatore, hubo de ayudar a su padre en las tareas rurales.
Cada domingo Antonina y Salvatore, concurrían a la misma ceremonia religiosa y por esas cosas del destino, su ubicación era siempre la misma, el sexto banco de la izquierda del altar.
Debido a ello nació un especial conocimiento.
… Un domingo, al finalizar la misa, Salvatore le pidió acompañarla un par de cuadras y en una esquina mirando el Etna le manifestó su sentimiento, se había enamorado.
Ella con el rubor propio de la adolescencia, no le contesto y luego de saludarlo a la distancia se retiro.
Si bien ambos no comentaron nada a nadie, esa semana fue muy especial. Cada uno esperaba el domingo con angustia principalmente Salvatore, pues ansiaba la contestación, que no se hizo esperar, Antonina aceptó el convite.
Al enterarse los padres, Antonina fue castigada. Únicamente podría salir de su casa si era acompañada por alguno de ellos.
Las diferencias sociales de ambas familias empezaban a hacer lo suyo, aun así con el paso del tiempo y la verdad de los sentimientos la relación culminaría en un romance.
Salvatore era un joven apuesto, fuerte, soñador, trabajador y ambos estaban enamorados.
Los padres de Antonina ponían distancias y obstáculos a la relación, pero pese a ello, ambos se las ingeniaban para verse.
Algunas veces a la distancia, en otras ocasiones gracias a los oficios de una buena amiga de Antonina, que con alguna excusa e imaginación intercedía para que se pudieran encontrar.
Un día decidieron casarse y Antonina se lo comunicó a su padre, éste se opuso terminantemente, así y gracias a la intervención, de Doña Alfia, lograron su objetivo.
La ceremonia se llevo a cabo en la Iglesia de San Ignazio, lugar donde ambos fueron bautizados y en donde se conocieron.
Del matrimonio nacieron Alfia, Carmela, Salvador, Ignazio, José y Rosa.
Las necesidades eran muchísimas y los padres de Antonina para nada ayudaban.
Antonina aprovechaba lo que había aprendido y en una máquina de coser confeccionaba ropa, y Salvatore caminaba las pasturas como peón de campo.
La guerra, una gran erupción del Etna y una de las peores sequías, castigaron a los habitantes del pueblo.
Es así que con la fuerza que da la juventud y las necesidades decidieron emigrar.
Bien sabían que el suelo que iban a dejar, aquel que amarra los sentimientos, ese suelo que da el ser y modela la identidad, quedaría atrás.
Así dejaron el lugar de su infancia aquel que pobló sus sueños, pero fueron buscando un espacio que le permitiera vivir con dignidad y alumbrar la esperanza de hacer volar sus sueños. Serían pues los artífices de su propio destino.
Empacaron sus pocas pertenencias y junto a sus hijos, tomaron una mañana el tren hasta Génova.
En el buque Valdivia, un 15 de marzo del año 1921 partieron al por entonces llamado, granero del mundo, Argentina, arribando el 5 de abril, a la Ciudad de Buenos Aires.
Luego de la revisión médica de rigor fueron aceptados y alojados por espacio de un mes en el Hotel de los Emigrantes.
Allí aprendieron unas pocas palabras en español y algunas costumbres e historia de su nuevo país.
Al finalizar su estancia en el hotel, la familia se radicó en un pueblo rural a unos 100 kilómetros de la capital, “San Andrés de Giles”.
Gracias a un primo que se había instalado allí, Salvatore consiguió trabajo como peón de una estancia debido a sus condiciones y experiencia en las tareas rurales.
Ya otro sol los acariciaba y por las noches esa luna que los había enamorado, se veía diferente.
En la nueva tierra, Salvatore, siguió cultivando el suelo y trasmitiendo esa cultura que se hereda,… “el trabajo”.
A medida que transcurrían los días se intercalaban y se entrelazaban con las costumbres y los habitantes de éstas tierras, mientras que Antonina ayudaba reparando la ropa a la familia, los vecinos y los dueños del campo.
La casa que habitaban era modesta. Paredes de adobe, techos de paja, piso de tierra, una cocina a leña, un aljibe y un baño situado a unos metros de la casa resultó su nuevo hogar.
Al poco tiempo pudo comprar una chacra, seguía siendo un campesino, pero ahora la tierra negra y fértil que transpiraba era propia.
Habían pasado apenas cuatro años cuando Antonina, enfermó y pese a recibir los cuidados necesarios, al poco tiempo falleció.
No fue fácil la vida para ninguno. Alfia la hija mayor ofició de madre cuidando a sus hermanos, mientras su padre Don Salvatore trabajaba en las tareas del campo. Eran épocas difíciles, pero habitaban en paz y tenían que comer.
Son insondables, las vueltas de la vida. Habían perdido a la persona que los niños más necesitaban la que fue reemplazada por otra mujer de la misma sangre y con el mismo nombre de su abuela “Alfia”.
Entre necesidades, falta de educación y duro trabajo fueron pasando su existencia.
Transcurrieron los años y cada uno comenzó a transitar por el camino de la vida, creando su propia familia y consolidando su destino.
Pero pareciera que el destino y las circunstancias a algunas personas les tienen asignado un rol especial. Alfia se caso y de su matrimonio nacieron dos hijas, Enriqueta y Silvia.
Pasaron los años y Alfia la única por entonces viva, enfermó.
Como ninguno de ellos pudo regresar a su tierra, una tarde sobre el fin de la primavera, viendo caer la lluvia desde la ventana de su habitación, sabiendo sobre su próximo destino, Alfia decidió que antes de morir, debía volver al lugar donde se había iniciado esta historia y que sus hijas Enriqueta y Giuliana, la acompañaran.
Rápidamente pusieron manos a la obra y un domingo 20 de diciembre partieron rumbo al terruño que la había visto nacer.
Así llegaron luego de unas horas de vuelo a su pueblo natal. Que diferencia, pensaba Alfia, con aquel tedioso viaje que los trajo a estas tierras.
Cuantos años habían pasado desde aquella lejana partida. Que pocos cambios lucia el pueblo, solo advirtió en él, las arrugas del paso del tiempo, como esperando las caricias del regreso de sus hijos. La emoción la embargó al llegar frente al número 44 de Vía Borgo.
La puerta que la recibía era la misma que la despidió al partir y que ella bien la recordaba. Además el olor a los recuerdos, le produjo esa sensación del volver al pasado.
Cuantos años habían transcurrido sin cruzar esa puerta y ahora estando allí, no sabía con lo que se encontraría, quienes serían sus moradores y si le permitirían llegarse a lo que había sido su pesebre.
Pasado ese momento de estupor, al golpear esa puerta de recuerdos, una señora con un pañuelo oscuro en su pelo, un vestido hasta los tobillos y con unos zapatos enterizos negros, abrió el dintel del pasado.
Luego de darse a conocer, le permitió ingresar. Sentado en un sillón de mimbre, el esposo recordó que al comprar la casa los antiguos moradores, le habían dejado un paquete.
Con sus manos temblorosas y con mucho cuidado desató el moño de color rosado que sostenía a un ajado y pajizo papel que en su interior contenía unas fotos amarillentas de sus hermanos y padres con la impronta de la partida y un diario íntimo y personal de su abuela Alfia, en cuya primera hoja había escrito: “No se quién será el duende que me recogerá, solo se que será alguien que alguna vez partió de ésta casa en busca de su propio destino. En estas hojas están los sentimientos del tiempo que no pudimos compartir. Lo que sigue es la historia de nuestra familia, que también es la tuya”. Repasó con la mirada la biblioteca que bien recordaba, observó las mejillas húmedas de sus hijas emocionadas, y de reojo miró el almanaque que en un estante lucía y entonces comprendió el milagro. Era un 24 de diciembre, “Ese fue su mejor regalo de Navidad”.