miércoles, 7 de septiembre de 2011

Los Caminos de la vida

Diciembre del 2006, centro de Buenos Aires, calor sofocante, calles cortadas por pintorescos piquetes de no más de diez personas.
Tránsito enloquecedor, peatones exasperados, escenario patético de la ciudad, que invita a pensar una vez más, si ya no es hora de instalarnos en un pueblo del interior del país.
Cansado de extenuantes reuniones, de no probar bocado, y siendo las nueve de la noche, luego de sortear el tránsito de las autopistas y calles llenas de baches, llegué a mi casa. Ni bien había desensillado para tomarme esos cinco minutos de descanso, recibí un inesperado llamado telefónico.
Era Ángel, un compañero del colegio secundario con el que hacia años no nos veíamos, para invitarme a una reunión y reencontrarnos. La cita sería en la casa de Jorge, “El Enano”. Luego de cambiar unas palabras me pasó la dirección y nos despedimos. La noticia suavizó en parte el cansancio del día.
La incógnita y el misterio de no saber con lo que me iba encontrar, disparó en mí el recuerdo de viejos tiempos compartidos.
Caras de otras épocas se apoderaron del presente, lo que me llevó a buscar esas viejas fotos amarillentas que atesoro, que me trasladaron imaginariamente al pasado, el colegio, los maestros y la obligación casi sacramental de inculcarnos la lectura además de colaborar junto a la familia en la formación de los adolescentes.
Anécdotas y momentos vividos surgieron como un torrente imposible de contener. Todos pasaron por el tamiz de los recuerdos.
El futuro encuentro, apretó el gatillo de ésta historia, engalanada con la visión que solamente el paso del tiempo te puede obsequiar, lo que me llevó a aquellos tiempos juveniles y en especial a la década del sesenta y los cambios que se estaban produciendo.
La televisión había comenzado a tomar forma en sus grandes cajas de madera en blanco y negro y el cine con sus nuevos colores, le daba una luz diferente a las historias que en él se contaban.
La llegada de los Beatles, la presencia del hombre en la luna, los hippies con su nueva filosofía de vida daban un matiz diferente al mundo que se estaba sacando la venda de la hipocresía.
Pero el barrio aún mantenía la vieja arquitectura, las plantaciones en cualquier pedazo de tierra, las macetas de orégano presentando una geografía propia de otras latitudes.
Con esa visión de la vida y de las costumbres un grupito de curas arribados unos años antes del viejo continente, se instalaron en la villa y comenzaron a creer que se podía junto a la pequeña capilla, cuya madre protectora era la Virgen del Carmen, crear un colegio.
Poco a poco aquellos que tuvimos la suerte de ser los primeros alumnos fuimos pasando de grado.
La construcción durante el año lectivo de una nueva aula, sería la que nos albergaría al año siguiente.
Así al llegar a sexto grado, la escenografía edilicia y la capilla se daban la mano.
Pero la necesidad de seguir adelante sacrificó no solo la cancha de fútbol, donde imaginábamos poder llegar a jugar en primera división, sino también el gallinero, la huerta y hasta el de la yegua Pirucha con la que los curas se llegaban a las capillas de barrios cercanos a dar misa.
Ese espacio albergó a los alumnos del secundario, donde brotaron a los primeros peritos mercantiles, todo un adelanto para la época.
Atrás habían quedado las quermeses, las fiestas de fin de año, los actos en las fechas patrias, la campana llamando a misa, el equipo de fútbol y los momentos de diabluras infantiles que pagábamos con amonestaciones y penitencias. El estómago y el olor a comida ordenaron la suspensión de los recuerdos.
…La semana continuó a la espera del reencuentro. … Y llegó el día.
Salí con tiempo, con la idea de recorrer las calles del barrio, luego de tantos años de ausencia.
Di una vuelta por los lugares que solía transitar, percibiendo los cambios que habían transformado un barrio de inmigrantes en un área residencial.
Los potreros, nuestros estadios de fútbol de entonces ya no estaban, los bancos de la plaza donde charlas confidencias y tiempos compartidos imaginaban el futuro habían desaparecido, el frente del colegio y hasta la vieja capilla se habían trasformado en edificios de moderna construcción.
Con esa extraña sensación de que el lugar de pertenencia en mi imaginación, no existía más, acongojado me dirigí a la dirección indicada, lugar donde se produciría el tan ansiado reencuentro.
Grande fue mi sorpresa cuando comprobé que lo único que no había cambiado era ésa casa, hasta los colores pasteles carcomidos por el tiempo eran los mismos que recordaba.
Esa imagen me detuvo por un momento. La puerta que tantas veces había traspasado en mi juventud, ahora se abriría a lo desconocido.
La algarabía del reencuentro, se produjo entre emociones encontradas y personajes desconocidos. Caras, vestimentas y actitudes nos habían alcanzado de manera diferente, el abrazo fue un rito riguroso, recordándonos por los apodos.
Un brindis fue el detonante. Los recuerdos de momentos vividos y el viaje de egresados fue la primera partitura de una gloriosa sinfonía.
Así surgieron las anécdotas de ese viaje, que iniciamos en tren desde Retiro, en el mes de enero del año 1965, rumbo a Tucumán, Salta, Jujuy y Córdoba en una noche de intensa lluvia acompañados por el Cura, quien tuvo que reponerse luego de algunos sobresaltos en recuperar la sotana en Rosario cuando se la sacamos y repartimos estampitas y bendiciones en el andén de la estación.
Como un rompecabezas cada uno fue aportando una nueva pieza a los recuerdos, para dar paso a una nueva etapa, saber como nos había tratado la vida.
Rompió el hielo “Mango”, luciendo aún su prominente nariz. Su primera confesión fue coherente con el pasado, afirmando que su vida la había vivido según la filosofía tanguera. Ese aspecto de mayor edad que tenía en la juventud era la misma que mostraba hoy, con su camiseta musculosa y el pañuelo al cuello junto a la parrilla. Su relato culminó destapando el corcho de su actividad, jubilado de la Municipalidad, tenía una familia y estaba satisfecho con lo vivido.
A un costado estaba Ángel el organizador de la reunión. Desde joven la vida lo había obsequiado con la posibilidad de portar hasta sus últimos días dos tremendos culos de botellas sobre su nariz. Hubiera sido un excelente futbolista, pues sus gambetas eran según los dichos de estos días maradonianas, motivo por el cual canalizó su vida a través de su profesión de contador y constituyó una familia según el mandato de sus ancestros calabreses sumando buenas y malas en la vida como la todos nosotros.
El alto en los recuerdos tuvo que esperar, pues el asado ya estaba a punto, así que nos fuimos arrimando a la parrilla plato en mano. Sentado en un costado de la mesa observaba minuciosamente a cada uno de los muchachos, muy diferentes por cierto, en sus expresiones, su forma de comer y su vestimenta.
El hoy robusto “Carlos”, se fue a vivir a Merlo, San Luís y desde allí comercializaba y distribuía artículos eléctricos, estando en paz con sus expectativas de vida. El Gordo de otrora, hoy flaco exitoso comerciante y dueño de una magnifica ferretería.
En la cabecera se encontraba el dueño de casa, aquel que en nuestra juventud ponía los apodos y hacia gala de las cargadas. Personaje virtuoso, muy buen alumno, de espíritu jovial y único hijo de una familia acomodada.
A los postres empezó a contarnos sobre los motivos por los que hoy se transportaba en una silla de ruedas, según él, por una errónea prescripción médica.
Un matrimonio fracasado, al igual que dos posteriores parejas, con una hija enemistada a la que no veía por más de 12 años y que tampoco deseaba volver a ver.
Aun conservaba su pelo enrulado, pero sus dedos teñidos de nicotina, el temblor en las manos propias de los bebedores, su imposibilidad de movilidad y refugiado en ese bunker, contrastaba con los buenos réditos económicos alcanzados.
Al escucharlo, cavilaba como aquel emprendedor, simpático y prometedor muchacho, había dejado previa la materia de la vida y el futuro promisorio.
Surgieron los consabidos comentarios de aquellos que ya tenemos algunos años de inquilino en este planeta, sobre los achaques de unos, la desaparición física de otros, y el recuerdo de aquellos que por diversas razones no habían podido participar.
Luego del postre dimos por finalizado el encuentro, no sin antes caer en la repetida frase, no dejemos pasar el tiempo y volvamos a juntarnos pronto.
De regreso, imaginaba el precipicio tan hondo en que había caído éste personaje ganador y como había perdido en esa vorágine de éxitos, las enseñanzas recibidas.
Pensar que la vida es tan generosa en oportunidades y la soberbia muchas veces nos impide verla, está en uno subirse al tren o quedarse a esperar el fin, en la estación de la vida. ¿A vos que te parece…?

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