lunes, 19 de enero de 2009

Juancho - El primer linyera

Juancho es la historia
de un Linyera.
Con éste cuento quise
Honrar a los espíritus
Libres, que más allá de
Las vicisitudes de la vida
luchan por la utopía
de un mundo mejor.



Juancho


Una soleada mañana de verano, tras una noche de sueños intranquilos, Juancho - uno de los primeros habitantes del barrio - resolvió no tener más obligaciones.
Sabía que el cambio iba a modificar su vida.
Por entonces vivía en una modesta casa, con paredes de adobe y techo de chapa. Pagaba el alquiler con esfuerzo, gracias a sus ingresos como peón en diferentes quintas.
La única habitación la ocupaba una cama inmensa, herencia de sus padres. Un respaldar de bronce, bien trabajado, resaltaba en la austeridad del pequeño espacio.
Completaban su escaso mobiliario una pequeña cocina a carbón, que oficiaba de estufa en el invierno, un par de cacerolas tiznadas, dos juegos de cubiertos, dos vasos de vidrio, una escoba gastada, un balde abollado con la manija restaurada con alambre; y un farol de kerosén, su luz en la noche.
El único adorno del cuarto era una foto amarillenta de sus padres y los tres hermanos, en un ancho marco de madera.
Los pocos habitantes que pululaban por la villa lo observaban extrañados. Fabulaban sobre qué cosas habían impulsado a Juancho a abandonar sus tareas y su casa. La versión más difundida era que tomó la decisión al quedarse solo, después de que sus padres y su dos hermanos fallecieron en los Lazaretos de Liniers debido a la epidemia de peste bubónica al principio del siglo. Juancho formó una nueva familia con un perro croto, que se le acercó en una de sus extensas caminatas y del que ya nunca se separó.
Su traza de hombre educado contrastaba con la barba hasta el pecho y la vestimenta gastada. Se fue disciplinando en ser un trotamundos, viviendo de lo que apareciera.
De día tenía como compañeros de ruta a los pájaros y de noche a los grillos, que al igual que él deambulaban en total libertad. En su compañía advertía lo minúsculo que es el ser humano ante el universo. A ellos confesaba una de sus mayores fantasías. Había casi parido al barrio y al igual que a un hijo, lo imaginaba grande. Soñaba un espacio que sumara voluntades, donde nadie pensara en ambiciones personales y cuya gente, algún día, luchara por convertirlo en el mejor barrio de esta ciudad.
Nada le faltaba, nada le sobraba. Juancho tenía todo lo que necesitaba. Había estudiado en la primera y modesta escuela con paredes de barro y techo de paja, la número 9, de la calle Rivadavia, que acercó la posibilidad de estudiar a los chicos de la barriada, de la mano de su primera directora Ernestina Zella de Ruiz. En uno de los diecisiete bancos de dos asientos, Juancho comenzó sus estudios y los completó unos años más tarde, con muy buenas notas.
Entonces Liniers era un enjambre de quintas y chacras, con unas pocas calles de barro por donde transitaban los carros vendiendo verduras y leche, pues la mayoría de los habitantes eran genoveses y vascos. Juancho los miraba pasar mientras deambulaba sin destino, y gracias a la solidaridad de algunos vecinos, podía alimentarse y asearse.
Era habitué de la Blanqueada, un almacén de ramos generales, propiedad del Vasco Echechiquia, que oficiaba de estafeta postal y lugar de encuentro, ubicada en la actual esquina de Rivadavia y José León Suárez. El vasco le daba una mano con la comida y, cada tanto, un vaso de vino patero.
Ocasionalmente, los Garavano que habían abierto un pequeño biógrafo en Murguiondo y Rivadavia, apiadándose de sus ideales y condición, le permitían ver las películas en blanco y negro que proyectaban en capítulos. Por eso Juancho casi nunca podía saber el desenlace de las historias y alimentaba su imaginación inventando finales.
Su mundo estaba hecho de la sombra que le proveía el Ombú de Gauna, donde dormía las siestas de verano; el arroyo Maldonado, al que llegaba a refrescarse las tardecitas de mucho calor; y la Casa de Ejercicios Espirituales, que le daba refugio los días de lluvia y frío.
Sus paseos más largos llegaban hasta la quinta de Santojanni, el inmigrante italiano que luego donó a la comuna el predio donde hoy funciona el hospital con su nombre.
Juancho nunca rebasó los límites del barrio, así que tuvo el privilegio de estar en primera fila aquel 18 de diciembre de 1872, cuando se inauguró el apeadero.
Cantó el himno nacional, vio izar la bandera argentina y ayudó al vecino Sosa a colocar el cartel de madera, donde resaltaban sobre el fondo negro las letras blancas "Villa de Liniers", nombre elegido por las Religiosas de la Sociedad del Divino Salvador, en honor al héroe de las invasiones inglesas.
Observó con toda atención el día que los obreros, a instancia del municipio, demarcaron los nuevos límites entre la capital y la provincia; y cuando las hermanas dispusieron trasladarse a donde hoy está la iglesia de San Cayetano, pues la traza de la avenida General Paz las había dejado en la provincia.
También guardó en su calendario de recuerdos un 16 de agosto de del año 1892, cuando se colocó la piedra angular de lo que hoy es el santuario. Juancho era un referente del avance del barrio y del esfuerzo de esos pioneros por mejorar.
Empezó a hacerse más famoso cuando el directorio del ferrocarril mudó a estos pagos los talleres que hasta entonces funcionaban en la localidad de Tolosa, en la provincia de Buenos Aires. Fue testigo de cómo a partir de su inauguración el 21 de noviembre de 1904, el barrio tomó una nueva impronta y se afincaron nuevas familias. Su sueño comenzaba a hacerse realidad. Pero la vida no le estaba resultando fácil.
Un buen vecino, el señor Ávila, se le acercó en la esquina de Risso Patrón y Rivadavia, por donde ingresaban los obreros a los talleres.
Quiso convencerlo de que aceptara anotarse como empleado en la sección administrativa, pues tenía buena caligrafía y había completado sus estudios. Antes de emprender el camino de regreso a su casa Don Ávila le pontificó, "¡recuerda que los años no regresan, aprovéchalos!".
Juancho prometió pensar en la propuesta. El bien sabía que lo esencial no se ve, y que la vida que había elegido le daba total libertad; libertad que no quería perder. Pero también que no era la mejor manera de vivir. Así que decidió aceptar el desafío.
El señor Ávila le ofreció su casa para asearse y Susana, la esposa, le acondicionó unas ropas para que se presentara al trabajo. Lo incorporaron inmediatamente.
La lucha interior cada vez se hizo más intensa. Había perdido la libertad, pero un techo lo cobijaba y ahora podía darse los pequeños gustos que su remuneración le permitía. ¿Quién diría que en lugar de andar por las vías ahora vivía de ellas? se preguntó caminando por los durmientes, mientras pensaba en una ilusión que nunca se atrevió a cumplir: viajar en los techos de los vagones de carga.
Su aspecto también había cambiado. Ya no lucía la prominente barba.
Los compañeros estaban asombrados por la transformación. Juancho disfrutaba al contarles las historias y anécdotas de la historia del barrio, de la que ya formaba parte, sin saberlo.
Colaborador del farmacéutico Oscar Pagniez, impulsor de la Sociedad Cosmopolita de Liniers, ayudó a confeccionar las placas para el techo con sus manos en la fragua. Recibió a la Porteña, la primera locomotora que surcó por estas vías, al ingresar a los talleres.
Escaló posiciones en el trabajo, era eficiente y sus jefes lo tenían muy bien conceptuado. Nunca dejó de hablar con las estrellas. Con ellas imaginó la importancia que tendrían esos talleres en el futuro. Sintió que por allí estaba pasando la historia, de los ferrocarriles y del país. Pensaba en estas cosas cuando recordó un libro con fotos que le había llamado la atención en el colegio. Eran páginas que contaban cómo en otros lugares se rendía culto a la historia y sus monumentos.
Mientras contemplaba la inmensidad del lugar comenzó a fantasear. Cerró los ojos y deseó que el espacio albergara una escuela, que ahí se erigiera una estatua en honor al héroe que nombra al barrio, una casa de la cultura, un museo, un extenso parque con juegos para chicos, un salón de exposiciones.
Rogó y pidió a ésas, sus estrellas, a las que tantas noches les había hablado, que su deseo alguna vez se hiciera real. Una tarde de primavera, cuando cumplía 10 años en la empresa, le informaron que debía jubilarse.
Sintió una ola de fugacidad.
Al domingo siguiente y acompañado por su perro, buscó una pala, cavó un hoyo y plantó un árbol.
Con las manos aun manchadas de tierra, parado justo frente a la antigua entrada de los obreros del ferrocarril, enterró a sus pies una botella.
Antes le deslizó adentro esta nota: "A mis futuros vecinos quiero decirles que la destrucción del pasado, el abandono y la falta de amor a lo nuestro, son la muerte en vida. Luchen, luchen, luchen, para que éstos, nuestros talleres, sean el vínculo entre la experiencia del pasado y su futuro. Juancho, el primer linyera de Liniers." Y a modo de posdata les pidió que cuando ya él no estuviera más en la tierra, le avisaran a través de sus estrellas amigas, que ese deseo había anidado en el barrio.



* Cuadro en acrílico Título: El duende del Barrio.

2 comentarios:

  1. Es cierto que es muy hermoso vivir la historia y de observar los cambios y los avances. Pero en ciertos momentos es mejor no sembrar sino talar, arrancar, pues en ocasiones la vida y sobretodo el pasado son increiblemente dolorosos. Me encantó "Juancho"...

    att: rtwmachine.blogspot.com

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