lunes, 19 de enero de 2009

La Historia de María

vale la pena amar sin culpas;
vale la pena amar sin angustias;
vale la pena amar sin pedir;
vale la pena amar sin esperar;
vale la pena amar sin lágrimas;
vale la pena amar para vivir la vida;
vale la pena amar con alegría;
vale la pena amar para ser feliz, no te parece…?

Meditaba cómo iniciar este relato. Daba vueltas, garabateaba papeles con diferentes ideas esperando a esa musa inspiradora, pero nada aparecía.
Decidí entonces narrar las cosas tal cual sucedieron.
Cada tanto suelo pasar un fin de semana en algún pueblo del interior de nuestro país, para descansar, aprovechar su armonía, meditar y leer.
Aprecio la paz y tranquilidad que no encuentro en esta capital cargada de energía alienante.
Luego de muchos años de realizar estas escapadas, visité el pueblo donde pasé parte de mi juventud.
Caminaba rumbo a la catedral para asistir a la misa de once, en un fresco pero soleado domingo a finales del mes de junio.
Gozaba de esas amplias veredas, del silencio, de la extrema limpieza de sus calles, de los jardines con sus flores de temporada, de sus árboles alcanzados por el otoño, expectantes y tomando fuerzas para volver a despertar en primavera, y de mis recuerdos juveniles. Había llegado con bastante anticipación al inicio de la ceremonia religiosa.
Crucé la amplia calle adoquinada y me dispuse a sentarme en un banco de la plaza ubicada frente a la iglesia, para que el sol me alcanzara.
Repasé mentalmente aquel viejo banco, era el mismo que nos aguantaba a todos los de la barra. Aun seguía ahí, como esperando recibir renovados mimos.
Observaba el atalaya, donde relucía el bronce de su bella campana. Cavilaba intrigado sobre el tiempo que llevaba ahí, vigilándola. Imaginaba su badajo como un gran ojo ciclópeo, ¿cuántos secretos podría contar?
Una señora se acercó, supuse buscando también la caricia del sol, y se sentó a mi lado.
El saludo, nos miramos y luego de un instante nos reconocimos. Había pasado mucho tiempo, los años nos habían alcanzado, pero ella conservaba su impronta. “Era María”.
Tras ponernos al día con nuestra actual situación nos acordamos de los viejos tiempos. “¿Recuerdas el lío que armaste siendo tan joven?”, le dije. Nos reímos y entonces el pasado nos envolvió con la fuerza del tiempo que ya no volverá.
Ella, María, una niña de trece años. Delgada, de pelo lacio, color castaño claro, hasta la cintura. Resaltaban sus ojos vivaces con largas y tupidas pestañas, que revelaban su carácter contestatario, pese a su aparente fragilidad.
Él, José, un adolescente de dieciocho años, espigado, con el cabello cortado a lo milico, una incipiente barba, el acné juvenil imposible de ocultar y compañero de nuestra barra.
El lugar, una barriada en las afueras de la hermosa ciudad de Tandil, en la provincia de Buenos Aires, distante a más de 350 kilómetros de la Capital Federal, en la República Argentina, allá por los años cincuenta.
Como típica ciudad del interior del país se destacaba su coqueta plaza central, donde se lucían los bancos de madera tallada por artesanos de la zona, la catedral en avanzado proceso de ampliación, el imponente frente de mármol del edificio del Banco Nación, un cine, la municipalidad de estilo colonial y un incipiente pero coqueto centro comercial.
El detonante: un cruce de miradas, en una de las tantas vueltas al perro por las tres o cuatro cuadras céntricas empedradas, un día soleado y caluroso de verano, a las cinco y media de una tarde, un mes de enero. Esa era casi la única diversión y forma de comunicación a las que ambos podían acceder, por su edad y por la situación económica de ambas familias.
Ella se detuvo junto a sus ocasionales acompañantes a tomar un helado de frutilla al agua. Él la observaba a la distancia, la seguía con la vista, se preguntaba cómo podría entablar una conversación.
Luego de dar varias vueltas se decidió. Se acercó. Así permanecieron por unos instantes inmóviles, con el convencimiento que ese encuentro les cambiaría la vida.
Tras las presentaciones de rigor y unas cuantas pavadas fruto de la edad, empezaron a conversar. Sus amigas, como chaperones e inesperadas guardaespaldas, los seguían a unos metros. Caminaron apenas dos cuadras. Un beso en la mejilla firmó el fugaz encuentro y la despedida.
Cuando María llegó a su casa el rostro le ardía, no sabía que le estaba pasando, le daba vergüenza mirar a sus padres. Recordó que algo similar ya había vivido cuando se hizo señorita. En ambos casos le había costado enfrentar la situación, pero en el fondo estaba contenta.
Era la primera vez que le pasaba algo diferente.
Cruzó el patio, se sorprendió al percibir la suave fragancia del jazmín del aire que trepaba por el costado de la ventana de su pieza. Se sacó la ropa. Las medias con puntillas blancas quedaron dentro de las zapatillas, colgó el pantalón, se sacó la camisola y se miró al espejo. Observó a un costado los juguetes de su niñez, esta vez no le parecieron importantes. Esa mirada no era igual a otras, ni con los mismos fines. Tenía otra intención, ella bien lo sabía, quería conocer su cuerpo y ver como se veía.
Pasaron los días y volvieron a encontrarse en el mismo lugar: la heladería.
Él le dijo que le gustaba, y ella sin seguridad le confesó que gustaba de él.
Luego de cruzar unas palabras y caminar un rato se despidieron, ya era la hora en que María debía regresar a la casa. Antes él se acercó, la envolvió con sus potentes brazos y le dio un beso en los labios. Ella se imaginó amada: la habían besado y descubrió el olor a agua colonia de Juan. Se ruborizó, sentía que la cara le quemaba, como cuando pasaba el día bajo el sol. Esa noche no pudo dormir hasta bien entrada la madrugada.
En su cabeza el único pensamiento era el repaso de lo que había estado hablando con José y, sobre todo, la rara sensación que percibió al recibir ese beso. Así llegó a la conclusión, “se había enamorado”.
Sus primeros encuentros fueron fugaces. Una caminata bajo el sol en pleno verano por alguna cuadra lejos del centro y el banco de la plaza. Allí hacían planes para el futuro. Conversando se olvidaban del tiempo. Eso les había traído algún reto de sus padres por exceder el horario de regreso a casa.
José le había acariciado el corazón. Así que luego de unos pocos meses de noviazgo a escondidas, dispusieron oficializarlo y en un banco de la plaza decidieron casarse. Resultado: un escándalo en ambas familias y el comentario del barrio.
Todos tenían algo que decir.
Le aconsejaban que con catorce años recién cumplidos no era edad para comprometer su vida y tomar semejante determinación.
Como cualquier joven, ella pensaba que lo sabía todo, que la decisión era correcta y que más allá de los consejos, ésta era la oportunidad de su vida. No estaba dispuesta a dejarla pasar.
Eran épocas en las que se miraba a la cara y un apretón de manos era suficiente compromiso para cerrar un trato.
La sentencia del hombre de la casa parecía inapelable.
Don Santiago Correa, su padre, estaba en total desacuerdo y le hacía la vida imposible. Su madre, Alicia, en cambio, trataba de influir ante ambos para no añadir un conflicto más en el hogar.
Pero llegó el día del casamiento. María lucía un vestido muy sencillo de color blanco comprado en la liquidación de la única tienda del pueblo. En su cabello rizado resaltaba un bouquet de rosas pequeñas de color rojo.
José vestía un pantalón azul marino, camisa blanca, una corbata celeste y un saco de color blanco.
Su madre había convencido a su hermano Juan y a la tía solterona Juana para que fueran los testigos de la ceremonia. Todo estaba dispuesto, pero el padre de María no aparecía por el Registro Civil.
Si la decisión de casarse era un escándalo, esta nueva situación hacía todo aún más exagerado. Los que se habían llegado para presenciar la ceremonia murmuraban. Y para el colmo, las compañeras del colegio, bulliciosas y expectantes, realizaban los más crudos comentarios. Como cualquier joven, sin piedad ni concesiones. Había pasado casi una hora, el Juez responsable del Registro Civil comenzó a hacer pasar a otras parejas como decían los presentes “normales” - para casarlas.
Era casi la una de la tarde y el padre que tenía que firmar no aparecía, hasta que a alguien se le ocurrió que debían ir a buscarlo. Casi como una delegación diplomática, la madre de María Doña Alicia junto a su Suegra Doña Yolanda y a Clara la Maestra del colegio enfilaron para la casa a fin de convencer al padre de que se presentara y autorizara la boda.
Luego de una larga charla le hicieron ver que, de todas maneras, la cosa no iría para atrás. Los chicos estaban decididos a todo, con lo cual su no comparecencia lo único que hacía era agrandar el escándalo, y además su hija no se lo perdonaría jamás.
No fue fácil persuadirlo. El hombre así como estaba, sin cambiarse, se calzó las alpargatas de soga blanca y tomó los documentos. Un hilo de transpiración, bronca y desacuerdo se apreciaba claramente en su cara curtida por los extenuantes trabajos en el campo, pero se prestó a pasar el trance. Su lucha había concluido sin éxito.
Realizado el acto, entre alegre y dramático, los esposos se retiraron. No hubo una fiesta, lo único que se hizo fue un brindis en la casa de la abuela de María, Doña Amparo, y luego los esposos partieron hacia Mar del Plata, regalo de luna de miel de los padres de José.
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Al regreso se instalaron en una pieza que le había ofrecido la abuela Amparo. Una cama matrimonial, una mesita de luz, un ropero de dos puertas con espejo interior, eran su único mobiliario, debiendo compartir la cocina y el precario baño.
Pasaron unos meses y parecía que la vida se había ensañado con ellos. A José lo despidieron, no por malo sino porque la empresa había decidido reducir el personal, y el era el más joven y novato en el empleo. Falleció la abuela Amparo y los herederos decidieron vender la propiedad, así que los chicos se quedaron sin un lugar donde vivir.
Comenzaron las complicaciones y discusiones. El corolario: la separación.
María volvió a su casa paterna y José se fue a vivir al sur. Con el tiempo nos anoticiamos de que él había fallecido en un accidente.
Pero ella estaba obsesionada con constituir una familia. Pasaron un par de años y conoció a Miguel.
Era un hombre acostumbrado a trabajar duro. La boina le cubría los mechones enrulados.
Llevaba pañuelo al cuello, era alto, rudo y bonachón. Le había demostrado que la quería bien.
Luego de unos meses de noviazgo decidieron irse a vivir juntos, en la modesta vivienda que él con sus manos había construido en sus tiempos libres, gracias a su ocupación de albañil. Una pieza, un comedor, un baño y al frente un pequeño jardín fueron su nuevo hogar.
Su vida había empezado a encaminarse. Con Miguel tuvieron cinco hijos. Tres varones y dos nenas, fuertes y trabajadores como sus padres.
En apariencia María había concretado su ilusión de formar una familia. Además la vida como un espejo y regalo de su juventud la había premiado: todos sus hijos habían concluido los estudios secundarios y ella se había convertido en una joven abuela.
Sentada al lado mío en el banco, lucía vivaz, no había perdido esa impronta juvenil pese a los años transcurridos y lo duro que le había resultado criar a sus hijos, trabajando en casas de familia para ayudar a parar la olla.
Se acercaba la hora del inicio de la misa y se me ocurrió preguntarle ¿y hoy qué piensas de todo aquello?
Dudó por un instante, levantó los párpados como mirando al cielo, me miró.
Noté sus ojos humedecidos por la emoción y me dijo: algunos domingos vengo a este banco, donde me sentaba con José, y recuerdo aquellos días. ¿Sabes una cosa?, me dijo, el amor toca una sola vez a tú puerta y lo mejor que puedes hacer es disfrutarlo sin medir las consecuencias. Yo puedo poner como epitafio de mi vida: “No hay nada más sublime que el amor cuando se es joven”. Vale la pena amar, no te parece?

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