lunes, 19 de enero de 2009

Una Perla entre las vias


Una perla entre las vías
- Dedicado al padre Mario Pantaleo -


Un caluroso domingo en pleno mes de diciembre, al mediodía, cumplía con una ceremonia.
Salía de mi casa, caminaba por los pasajes y calles de mi barrio, hasta llegar al bar “El Cañón”, único día que el lugar se encontraba limpio, al no funcionar el mercado de frutas y hortalizas, que estaba justo enfrente.
Me sentaba y repasaba la barra del bar, donde lucían en sus estantes unas viejas botellas de licores.
Me gustaba imaginar los secretos que podían contar esas botellas a medio vaciar.
Sobre una de las paredes un tonel de vino “El Globo” lucía una etiqueta que, orgullosa resaltaba su procedencia Mendocina, que era utilizado únicamente para despachar vino en copa y sobre él, un almanaque de la firma Alpargatas que en la última página del año, reproducía una escena campera de Florencio Molina Campos.
Así pasaba un buen rato, viendo pasar a la gente, algunos regresando de la panadería, de la fábrica de pastas o de la misa de 11 de la Iglesia de San Cayetano.
Lo que me llamaba la atención eran las mujeres luciendo las más variadas mantillas tejidas, con las que cubrían sus cabezas, al ingresar a la iglesia.
Esa mañana entró un cliente, para mí desconocido, con un mameluco gris azulado, perfectamente planchado. Debajo de sus anchas botamangas resaltaban unos zapatones de color negro lustrados impecablemente.
Completaba su vestimenta una camisa celeste claro y un pañuelo negro anudado al cuello. Luego de los saludos de rigor se sacó la gorra y recostado en la barra, pidió una grapa.
Éramos los únicos parroquianos, así que comenzamos a charlar a la distancia sobre el tiempo y el fútbol, pues ese domingo, Vélez jugaba de local con Estudiantes de la Plata; luego de cambiar unas palabras lo invité a sentarse a mi mesa.
Soy Pedro - le dije - y él respondió – Nicola, a sus órdenes - y seguimos hablando de cosas intrascendentes.
- ¿Usted es del barrio?, ¿Nació aquí?
- Si vivo en Liniers, pero nací en Piedimonte Etneo.
- ¿Dónde queda?
- Es un pueblito en Sicilia.
- ¿Y como llegó acá?
“Como tantos inmigrantes, escapándole al hambre, buscando pan y trabajo.
Esa respuesta fue el detonante que desató sus emociones y recuerdos.
… Viajamos en un inmenso vapor, en tercera clase, que llegó un mes de marzo en el año 1948, junto a mis padres y tres de mis hermanos.
Nuestros compañeros de viaje, eran un matrimonio de jóvenes recién casados, una familia con dos hijos, un sacerdote de ojos saltones trasladado a estos pagos, un doctor cuyo destino era la ciudad de Santa Fe y un hombre solo, afligido por la ausencia de su familia. Antes del desembarco, dos oficiales de marina nos sellaron los documentos; la nueva tierra nos abría sus brazos en el Hotel de los Inmigrantes, disminuyendo en algo los miedos a lo desconocido. Nos asignaron un espacio, donde permanecimos unos días, recibiendo clases de idioma, conociendo algo sobre la historia del país y visitando algunos lugares históricos para quedar en libertad y encaminar nuestra nueva vida”.
Lo noté conmovido por los recuerdos, así que, con el fin de hacer un alto, ordené otra vuelta. En realidad mi intención era saber cómo había llegado a Liniers; respuesta que no se hizo esperar…
… “El matrimonio que nos acompañó durante el viaje, tenía parientes en un barrio: Liniers, razón por la cual no fuimos a ningún conventillo de la Boca o Barracas.
Como buenos paisanos se ofrecieron a ayudarnos y así llegamos al nuevo barrio.
Alquilamos una pieza en la calle Tonelero y al poco tiempo, mi padre, que era herrero, consiguió trabajo en los talleres del ferrocarril. Así comenzamos nuestras nuevas vidas, extrañando con nostalgia la tierra y la comida pero con la ilusión de una vida mejor. Poco a poco nos fuimos integrando a la nueva comunidad, concurríamos a la iglesia, jugábamos a la pelota con los nuevos vecinos y fuimos al colegio de Ramón Falcón y Tellier.
Pasaron unos cuantos años, y la palabra “tranvía” llegó de repente a nuestras vidas, de la mano de unos volantes, pues la compañía estaba incorporando empleados para trabajar en la empresa. La posibilidad de un trabajo estable, llenó de alegría a la familia.
Al día siguiente me presenté a la oficina administrativa, en Flores; llené unas fichas, y respondí a las preguntas que se me hacían. Éramos alrededor de unos 50 postulantes y tuvimos que esperar hasta la tarde, momento que comenzaron a asignar los destinos; unos quedaron en la administración, otros pasaron a los talleres de reparación, que estaban ubicados en Primera Junta y a unos pocos nos destinaron a la tarea de ser motorman: es decir conducir los tranvías.
Luego de haber atravesado el período de instrucción, llegó el gran día, se me asignó el tranvía de la línea Nº 1 y el interno 0035, cuyo recorrido comenzaba en el centro de la ciudad y llegaba hasta Liniers. El tranvía se había constituido en una familia, muchos de los pasajeros se conocían y la mayoría de las veces nos llamábamos por los nombres.
En algunas oportunidades hasta paraba o reducía la velocidad para que los obreros del ferrocarril bajaran en Risso Patrón, que era la entrada a los talleres; otras veces en especial los días de lluvia, hacía paradas alternativas para que la gente no se mojara o se mojara menos.
Una mañana del mes de noviembre, me levanté más temprano que lo habitual, luego de desayunar repasé el uniforme, la chaqueta recién planchada, los pantalones con la línea impecable, la gorra con el clásico “Conductor” y me dirigí hacia la terminal a tomar mis servicios.
Marqué mi tarjeta con el horario de ingreso, retiré la tablilla con mi nombre y apellido y comencé con el itinerario. Ya había llegado a Plaza Flores, cuando subió una señora embarazada; rápidamente un señor le cedió el asiento. Las cosas se estaban desarrollando sin inconvenientes.
Habíamos pasado la Plaza de los Andes y unos gemidos llamaron la atención de todo el pasaje.
La señora que había subido en Plaza Flores se quejaba, así que me detuve en la esquina de Fonrouge y Rivadavia; llegué hasta su lado y para sorpresa de todos había iniciado el proceso de parto y por lo poco que conocía no venía demasiado bien.
Hice bajar al pasaje y con una enfermera que estaba allí, entre sus conocimientos y los que me habían instruido en la empresa, conseguimos dar a luz a una hermosa nena, a la que la madre llamó Perla.
Preocupado por la situación y la salud de ambas, paré un automóvil y le pedí que las trasladara al Hospital Santojanni.
Mi turno terminaba en Liniers, así que una vez que entregué los mandos, fui rápidamente hasta el hospital para interesarme por la salud de ambas.
Al llegar, me presenté en la administración, en donde me indicaron que estaban en el primer piso de urgencias y cuidados especiales y allí me dirigí, confirmando mis sospechas: el riesgo era grande y sus vidas estaban en peligro.
En ese momento un cura petiso, flaco, de mirada profunda y brillante se me acercó y me preguntó qué pasaba.
En pocas palabras le comenté lo sucedido, me miró y me pidió que lo acompañara.
Llegamos al sitio donde ambas estaban, de repente el sacerdote se frotó las manos y las puso primero en la cabeza de la niña y luego de la madre. Doctores y enfermeras nada entendían de esa actitud, con asombro comentaron que era el mismo curita que dormía en un baño del subsuelo del hospital. No habían pasado más de quince minutos cuando ambas comenzaron a mejorar y a las dos horas estaban fuertes como toros.
Lo miré al cura y recordé el viaje que habíamos hecho desde Italia, era el mismo con el que habíamos viajado. Le pregunté su nombre y me dijo: Mario Pantaleo y llegue en el mismo vapor que tú. Lo miré a los ojos, parecían dos estrellas a punto de explotar… y le besé esas manos sanadoras.”…
A esta altura ambos estábamos emocionados y yo especialmente sorprendido, cómo un desconocido en tan corto tiempo me había llenado de profunda fe y preguntas. Al despedirnos, ese apretón, con sus manos dio por cierto el relato.
De regreso a casa me preguntaba ¿Quién era ese cura? y ¿Qué cosas habría hecho?
Luego de investigar, me enteré que en González Catán había construido su espacio y hacia allí me dirigí. Con asombro observé su admirable tarea, el Colegio, la escuela de artes y oficios, los comedores, no podía creer lo majestuoso de su obra.
Luego de pasar por el santuario, elevar una oración y tocar esas manos sanadoras, una señora se me acercó y me ofreció conocer el lugar donde Mario habitaba.
Me enseñó sus objetos, pertenencias y cosas personales que con un estricto orden estaban ubicadas sobre los espacios que él había transitado; lleno de emoción le agradecí el tiempo compartido, le di la mano y al preguntarle su nombre, sonriendo, me miró a los ojos y dijo,… mi nombre es… Perla…

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