lunes, 19 de enero de 2009

A veces solo es cuestión de creer


7 de noviembre, miércoles, 18:05 horas, lugar Liniers.
Caminando como podía, me dirigía al Santuario San Cayetano entre la multitud que se llega mensualmente a pedir o agradecer favores al santo.
Por las veredas de la Avenida Rivadavia, trataba de esquivar las colas de personas en las paradas de colectivos y los puestos de venta ambulantes que pululan por doquier, más en esos días.
Infinidad de promotores ofreciendo y publicitando todo tipo de servicios, se interponían en el camino. Compro tu celular, Juanita te tira las cartas, tarot y videncias a tú alcance, compro tu auto pago al contado, inscríbete en la escuela de cocinero - títulos oficiales -, adelgace con auriculoterapia, pruebe el láser para dejar de fumar etc.
Algunos de estos papeles se desplomaban en mis manos como si fueran semillas pero otros terminaban sembrando la publicidad en el suelo.
Pensé en la falta de criterio de la gente y la despreocupación de las autoridades municipales que no colocan cestos de basura.
Al llegar a la esquina de José León Suárez, que al cruzar Rivadavia cambia su nombre por el de Cuzco, el semáforo detuvo mis pensamientos.
Por la avenida desfilaban colectivos cargados de gente, personas que día a día concurren a sus lugares de trabajo, los que con su labor cotidiana hacen grande al país, en una palabra: laburantes.
Miré con curiosidad sus vestimentas. La mayoría de lo hombres cargaba un enorme bolso sobre la espalda, regalo de alguna publicidad. Ellos vestían tradicionales vaqueros azules, en contraste con los más variados colores rojos, amarillos y azules eléctricos de las camisas arremangadas.
Las mujeres iban de pantalones, sin falda, con blusas de color claro, cabellos recogidos y luciendo unas inmensas carteras.
Me pregunté el por qué serían tan grandes sus bolsos. Supuse que acarreaban los sueños incumplidos, o tal vez iban repletos de ilusiones y esperanzas.
Un cartel en una agencia de juego me arrancó de las cavilaciones y me hizo volver a la realidad. El pozo del juego ascendía, a más de dieciocho millones de pesos, - que por entonces y gracias a la ley de convertibilidad eran dieciocho millones de dólares - ¡eso es plata pensé!.
En ese instante vi salir del local a un hombre delgado, de unos 60 años y con una vestimenta que no se correspondía con la media de los obreros. En sus pantalones de tela tipo grafa resaltaban los parches de un género más claro. Llevaba una camisa a cuadritos roja y negra, muy gastada. No daba la sensación de alguien que podía gastar dinero en juego.
Pero claro, la magnitud del premio era suficiente como para arriesgar una tarjetita de cuatro pesos. Con la luz blanca, el semáforo peatonal, dio la prioridad del paso. Crucé Rivadavia y encaré otro intento: cruzar las vías del ferrocarril.
Las barreras estaban clausuradas y bajas, sólo permitían el paso a una o dos personas por vez a través de ese pasadizo de caños mugrientos, despintados, amarillos y descoloridos, de los ferrocarriles privatizados. Los más audaces se animaban a pasar por debajo de las barreras. El acto parecía toda una odisea.
Siempre pensé que era una pena. Liniers, un barrio desarrollado a principios del siglo por el ferrocarril, hoy continúa siendo un territorio dividido por las vías y por los dos escasos y precarios pasos a nivel.
Cuando me aprestaba a transitar la última cuadra que me depositaría en el santuario, saqué pecho. Comencé a sortear las personas tendidas sobre los adoquines de la calle pidiendo limosna, a las sentadas en los cordones de la vereda tratando de vender la tradicional espiga con la imagen del santo, los puestos de choripanes y todo lo que sea capaz de imaginar la sabiduría popular.
Completaba la fauna, el olor y el humo de los puestos callejeros, que sumados a las bocinas, ruidos de los colectivos y el sonar de las máquinas del ferrocarril, especialmente las formaciones de los rápidos, delineaban una escena kafkaiana y surrealista.
De repente vi cómo un oportunista, justo cuando el hombre que había salido de la agencia de lotería estaba por ingresar a la iglesia, le robo.
El individuo de la camisa a cuadros y los pantalones remendados y gastados intentó correrlo, pero el ladrón desapareció como una estela. Me acerqué para darle una palabra de consuelo. Le pregunte su nombre. Juan, me dijo, y contó que le habían robado unas monedas y la boleta del “Quini” que acababa de jugar. Pude ver la expresión de angustia apoderándose de pies a cabeza de un hombre corpulento. Su cara con rastros de viruela y sus grandes bigotes tipo mexicano, no lograban ocultar su indignación y broca.
En un intento por acercarle una simple y estúpida solución le dije “mire, juegue otra”. Me contestó que ya no tenía más dinero y además no recordaba los números.
Luego de intercambiar vaguedades y unas palabras de consuelo, le ofrecí unos pesos para que pudiera llegar hasta su casa. Nos despedimos, advirtiendo lo que un simple saludo puede decir. Sus manos pese a estar traspiradas, un poco por el calor y por los momentos vividos, se notaban ásperas y callosas. Luego seguí mi camino rumbo al Santuario.
Allí las cosas estaban como cada día 7 de cualquier mes. Algunos peregrinos se llegaban a participar de la misa. Otros esperaban en la cola más larga, la que permite llegar al pie del Santo, mientras los restantes feligreses rezaban detrás de unas improvisadas rejas, a dos o tres metros de la imagen central.
Siempre me pareció reconfortante sentir la fe de la gente y el espíritu de solidaridad. Esa socialización que sale del alma imposible de explicar con palabras que se refleja en los paquetes de alimentos que ofrendan al santo, entregando lo poco que poseen, para los que menos tienen.
Ya había cumplido con mi rito mensual. Estaba en paz, luego de agradecer por tener trabajo, pedir por la salud de mi gente, rezar un padre nuestro y depositar la ofrenda en la gran alcancía que se encuentra en la entrada principal. Anochecía y, aunque era primavera empezó a refrescar. Apuré el paso y al repasar el episodio que había presenciado, se me ocurrió que quizás fuera una señal para que yo jugara al “Quini 6”.
De regreso, crucé Rivadavia y entré en la casa de juego. Una morocha corpulenta con grandes ojos negros azabache me miró detrás de unas rejas y junto a la máquina y como despachando a los que allí se acercaban, me espetó:
- Señor, ¿a qué juega?
- Buenas tardes, le dije
No me contestó.
- Al Quini, le respondí.
- ¿De cuánto?
- Cuatro pesos.
- ¿A que números?
05, 08, 11, 14, 17 y 20 le señalé.
Sin más que decir me dio el vuelto y me fui, refunfuñando para mis adentros qué persona más descortés. Por lo menos me hubiera deseado suerte, ya que no me había devuelto el saludo.
Llegué a casa, cené y me puse a releer “El proceso”, de Kafka, que cada día me parecía más atractivo. En un momento recordé que había jugado una boleta, así que encendí la televisión. Eran las diez de la noche y me dispuse a controlar mi jugada. Fueron saliendo los números del sorteo. Verifique mi tarjeta: apenas había acertado tres números de dieciocho, entre los tres juegos que se sorteaban. Me dije qué caza giles, esto es imposible de ganar. En eso pensaba cuando de repente escuché: que una sola tarjeta había ganado una cifra millonaria, algo así como, once millones de pesos, de los dieciocho que se jugaban.
A la flauta, siempre hay alguno que tiene suerte. Apagué el televisor y seguí con mi lectura.
A los tres o cuatro días del sorteo me llamó la atención un pequeño aviso en un diario de tirada nacional. Pedía a aquellas personas que habían visto el arrebato acaecido el día siete en la barrera de Liniers, que se comunicaran con un teléfono móvil.
Con un poco de miedo disqué los números desde mi celular. Me atendió una voz masculina y le comenté lo que había visto. Me aclaró que yo no era la persona que buscaba. En realidad quería encontrar al damnificado por el robo y le habían recomendado publicar ese aviso.
Su explicación me llamó aún más la atención, así que me dispuse a seguir hablándole. Por la voz no me parecía de mucha edad. Apelando a mi experiencia, traté de continuar la conversación para averiguar más. La curiosidad me invadía. El tipo no cortaba, mencionaba vaguedades, pero no revelaba el por qué de la búsqueda.
Llegó un momento en que la conversación no dio para más, como excusa ofrecí a ayudarlo y quedamos que si él la necesitaba, me llamaría.
Debe de haber pasado como una semana cuando sonó mi celular. El número que aparecía en la pantalla no me resultaba conocido. Supuse que sería alguien para tratar de venderme algo, pues el número de mi móvil lo tienen muy pocas personas. No iba a atender, pero una reacción inesperada me llevó a hacerlo. Grande fue mi sorpresa cuando se presentó un hombre que dijo llamarse Luis. Era el del aviso, con el que había hablado días atrás. Seguía buscando a la persona damnificada.
Ante su insistencia por encontrarnos, accedí al pedido. Eso si, tomé los recaudos del caso, e hicimos la cita en un bar de la zona. Nos encontraríamos un martes a las cuatro de la tarde. Para reconocernos yo llevaría un cuaderno y él vestiría un saco de color verde claro.
Los lunes suelo reunirme con unos amigos. Con la excusa de un asado, comentamos las cosas que nos pasan y jugamos uno que otro truco. Ese lunes aproveche para revelarles lo que me estaba pasando.
Las opiniones resultaron de lo más variadas: el espectro de proposiciones fue amplio, desde no ir a la cita hasta la de concurrir con un policía. Esa noche me quedé aún mas intrigado y me costo dormirme.
Llegó el martes, era una tarde ventosa y caía una tenue garúa. Me acerqué al bar, pero antes de entrar espié desde la amplia ventana que da a la calle.
Ubiqué en una mesa, sentado al costado de una columna de madera, al desconocido, Luis.
Entré, nos presentamos y pedimos un par de cafés. Era una persona de unos 25 a 28 años, alta, delgada y bien afeitada. Su corte de cabello prolijo denotaba su reciente paso por la peluquería. Me tranquilizó verlo bien vestido. Ya a esa altura era tan grande mi intriga que de inmediato le pregunté sobre el aviso y el por qué de la búsqueda.
Empezó con rodeos. Su conversación y su manera de expresarse no era precisamente académica, además no se correspondía con un hombre culto, y mucho menos con su fina vestimenta.
Abordó el tema de la desocupación, de lo mal que la estaba pasando la gente, de que muchos robaban porque no tenían trabajo, pero no daba pistas de lo que yo quería escuchar acerca de los motivos. Un poco molesto por tantas vueltas, le reclamé ir al grano. Debo decirles que me quedé paralizado cuando advertí que Luis, era el ladrón, pero la sorpresa no quedó ahí.
Había sido el único ganador del Quini 6, el propietario legal de los once millones de pesos y buscaba al damnificado para compartir el premio.
Me ofrecí ayudarlo. Me pareció que su actitud era, pese a todo, la de una buena persona y que buscaba resarcirse moralmente de su pasado.
Como único antecedente por las pocas palabras intercambiadas el día del robo, recordé que el damnificado me había comentado que en contadas ocasiones viajaba en el tren, haciendo trasbordo en Liniers, los días que conseguía alguna changa y que se llamaba Juan.
A partir de allí junto a Luis, comenzamos diariamente tratar de ubicarlo. Unos días nos apostábamos en el andén del ferrocarril, otros en las paradas de los colectivos o en las esquinas y lugares de tránsito obligado.
Así pasaron unos meses sin resultado. Las esperanzas se fueron desvaneciendo. Un buen día, después de debatirlo mucho, dimos por finalizada la búsqueda. Decidimos, en lugar de apostarnos en las vías, llegarnos por primera vez juntos hasta el santuario, ya que ese día coincidía con un nuevo aniversario del santo.
La misa había comenzado y el sacerdote estaba dando la bendición. Cada uno de los allí presentes levantaban las estampitas con la imagen del santo y otros la llave de las casa.
Nos quedamos en la parte de atrás, juntos con otros fieles. Al concluir la misa el sacerdote dijo “pueden ir en paz”, y todos nos aprestamos a saludar a los que teníamos a nuestro lado. Extendí la mano y quedé atónito: la persona que tenía a mi lado ¿era Juan?. Tomé la mano de Luis y en un rapto de incredulidad y sorpresa le acerque la palma de Juan. “Este es el hombre que estabas buscando”, dije.
Miré en ese momento la imagen del santo, un escalofrío me corrió por todo el cuerpo, se me nublo por un instante la vista y me pregunté si existía un milagro en el encuentro y en cuanto había participado el santo en esta historia. A veces lo único que hace falta es creer, no le parece?.

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